hell, hablar como lo haces, de "estado obrero vasco" es volver a caer en los viejos tópicos leninistas de los que todavía no te has desprendido.
la historia se ha encargado de mostrar que ese modelo leninista es enemigo de la clase obrera, me parece una obviedad decirlo. esos "obreros vascos" en ese estado vasco no serían más libres que ahora, seguiría la opresión socio-económica bajo la dominación de una clase burocrática reaccionaria que, por supuesto, se haría pasar por muy progresista y por defensora del pueblo, siguiendo así la estela del floreciente personal sindical y político actual, siempre dispuesto a prolongar por un milenio más la queja del proletariado, con el único fin de conservarle un defensor.
la verdadera lucha se situa en luchar contra TODAS las estructuras estatales, y no en intentar crear un nuevo estado que vendría, como por milagro, para redimir los defectos de los otros estados.
dejo aquí unos textos de jaime semprún que muestran como la autodenominada "crítica radical" de hoy en día está llena de tópicos ideológicos sin contenido revolucionario real ("el fantasma de la teoría") :
http://info.nodo50.org/El-fantasma-de-la-teoria-Notas.htmlEl fantasma de la teoría Quisiera exponer aquí las razones por las cuales diversos ensayos recientes de “teoría radical” me parecen tener algo de irreal, de hueco, y en cualquier caso de fantasmal, en el sentido de que en ellos falta, en mi opinión, lo que era la carne y la sangre, o el nervio, si se prefiere; en resumidas cuentas, la vida de las teorías revolucionarias de la sociedad. Ello me llevará evidentemente a decir algo de lo que es, o más bien de lo que era, la teoría revolucionaria, en la época en que existía tal cosa, y por qué creo que ya no sucede así.
Pero antes tengo que considerar dos objeciones susceptibles de pasarle por la cabeza al lector. La primera es que los textos que he tomado como ejemplo son demasiado disímiles, tanto por su contenido como por su tono, por no hablar de su calidad, para poder ilustrar ninguna consideración sobre “la teoría”. Responderé que precisamente, esta innegable diversidad permite darse cuenta mucho mejor de hasta qué punto la ambición teórica que les es común constituye un escollo para encarar lúcidamente algunos de los aspectos principales de la realidad presente (lo que no obstante debería ser la función de una teoría crítica de la sociedad).
La segunda objeción posible es que al tachar así de irrealidad, o incluso de artificiosidad, unos ensayos de teoría que representan más bien la flor y la nata de este género, me presto a una especie de alegato pro domo, con toda la mala fe que ello puede implicar, puesto que hace ya algunos años [1] sostuve que la imagen de un cadáver en descomposición bastaba para hacerse una buena idea de una sociedad cuyas corrupciones variadas y cambiantes, “mezclándolo todo y desfigurándolo todo”, nos la tornan tan penosamente ilegible; y añadía que, en efecto, ya no era el momento de analizar en detalle el funcionamiento de algo que básicamente no funciona: “no se hace la anatomía de una carroña cuya putrefacción borra las formas y confunde los órganos”[2].
Estas formulaciones eran, estoy de acuerdo, un poco aventuradas, y desde luego para mí no se trataba de predicar, frente a un caos planetario que literalmente desafía toda descripción, la resignación ante lo incomprensible (ni la fe a lo que Michel Bounan en una ley universal de lo vivo que arreglará como por arte de magia todos los problemas del hundimiento de la sociedad de mercado sin que tengamos el disgusto de tener que afrontarlos con plena conciencia). Sin embargo, insisto en creer que la lucidez crítica que nuestra situación actual exige no tiene mucho que ver con esa especie de salvamento por la teoría que es la operación intelectual, digna del barón de Münchhausen, consistente en extraerse, para observarlo desde arriba, del fango que nos engulle. Pero para argumentar esta postura, lo mejor es examinar ahora los intentos de los que a todas luces piensan lo contrario y quieren hacer de teóricos.
I. La figura en la alfombraEl relato de Henry James que lleva este título había aparecido quince años antes de que Lukács escribiera El alma y las formas[3]:
Sin embargo, existe un orden oculto en este mundo, una composición en el entrelazamiento confuso de sus líneas. Pero es el orden indefinible de una alfombra o una danza: parece imposible interpretar su sentido, y aún más imposible renunciar a una interpretación; es como si toda la textura de líneas trenzadas sólo esperase una palabra para volverse clara, unívoca e inteligible, como si esta palabra estuviese siempre en la punta de la lengua de cada cual y, no obstante, todavía nadie la ha pronunciado.
Como es sabido, Lukács templó en seguida la inquietud elocuentemente expresada aquí uniéndose al marxismo bolchevique. En
Historia y conciencia de clase anunciaba así la buena nueva [4]:
Sólo con la aparición del proletariado se consuma el conocimiento de la realidad social. Y ese conocimiento se consuma al descubrir el punto de vista de clase del proletariado, punto a partir del cual se hace visible el todo de la sociedad.
Desgraciadamente para Lukács, que había identificado la conciencia de clase con el Partido, y el Partido con su modelo leninista, este punto de vista por fin hallado conllevaba sobretodo una ceguera total. La persistencia y la inflexión de algunas metáforas no dejan de esclarecer, no obstante, ciertas operaciones de la mente. La idea de un punto central o supremo, desde el cual se descubre la totalidad del mundo era obviamente un legado de la religión a través de la filosofía de la historia. En la formulación quizá más extrema de ésta, debida a Cieszkowski, el propio futuro, como parte integrante de la historia universal concebida como totalidad orgánica, se volvía accesible al conocimiento y a la acción de hombres que realizasen en lo sucesivo con plena conciencia el plan de la Providencia Divina [5]. Pero esta especie de “secularización” del punto de vista omnisciente de Dios no fue resultado sólo de la tradición hegeliano-marxista, con sus “leyes históricas” y su teología revisada por el determinismo: el intento de “devolver al hombre todo el poder que ha sido capaz de poner en el nombre de Dios” (Breton a propósito de Nietzsche), de igualarlo, por tanto, a una quimera de omnipotencia, liberada de los límites inherentes a la humanidad, ha seducido y extraviado a diversas corrientes del “pensamiento moderno” [6], y tanto más violentamente con el tiempo cuanto que lo que se instalaba en los hechos era todo lo contrario: la impotencia ante la alienación. El propio método experimental, que confiere al observador inclinado sobre el “pequeño mundo” del laboratorio el punto de vista de Dios sobre su creación, sin duda desempeñó también su papel a la hora de legitimar la idea de un conocimiento total de los fenómenos, una vez hallado el punto de vista bueno.
Sea como sea, la forma de especialización a la cual corresponde la idea de un punto de vista central deriva con toda seguridad de una poderosa necesidad de la mente. Aún más que una imagen cómoda, ésta es una verdadera representación intelectual, un modo de conocimiento –hallar el punto de vista que pone en perspectiva el mayor número de fenómenos-, una manera de ordenar lo real que toda búsqueda de un principio de inteligibilidad se forma de modo espontáneo. (Y en este sentido, si se domina como representación provisional y necesariamente aproximativa, posee una legitimidad plena, por supuesto.) Así podemos encontrarla, con una forma en cierto modo canónica, en una nota “metodológica” emplazada al principio del libro de Jean-François Billeter Chine tríos foiis muette [7]. En efecto, después de citar a Pascal (“sólo hay un punto indivisible que sea el verdadero lugar”), Billeter escribe: “He buscado este punto desde el cual todo se torna visible”. Pero acto seguido, para defender la idea de que es posible “captar el presente entero como un momento de la historia” invoca:
Una idea que concibió Hegel y que retomó Marx por su cuenta, la de la totalidad. Esta idea invita a aprehender el mundo como un todo que no deja de transformarse, que es inteligible a partir de la transformación que está en marcha en él y sólo es verdaderamente inteligible de esta forma, como todo y como transformación.De una metáfora espacial, la del retroceso, de la distancia correcta que tomar respecto a lo que se observa [8], pasamos pues a una concepción dialéctica, la de la totalidad como proceso. Este deslizamiento es revelador de una contradicción no resuelta que reaparece en numerosos escritos teóricos de hoy, aunque sean de los mejores, como el de Billeter: la que existe entre el determinismo más o menos estricto y mecanicista en cuanto al pasado y el “sentido de lo posible” en cuanto al presente, en cuanto a las posibilidades de emancipación que debe hacer valer una crítica que se quiera revolucionaria.
Si la teoría dialéctica procedente de Hegel y Marx tiene alguna utilidad para una crítica revolucionaria de la sociedad, sólo puede ser para capturar conceptualmente en qué momento exacto de la “transformación que está en marcha” nos encontramos. Como inteligencia del cambio cualitativo en el tiempo, se supone que la dialéctica sirve para algo, que tiene su campo de aplicación en el presente, concebido como devenir, en el que hay que discernir las contradicciones activas, las posibilidades que abren estas contradicciones, las ocasiones que crean, etc.
Pero como hoy en realidad los teóricos están tan desarmados como las personas corrientes, los no teóricos, para decir algo sobre aquello en que podrá desembocar el viraje oscuro que ha emprendido la humanidad, la dialéctica se degrada en sistema de interpretación a posteriori, considerando el presente de forma exclusiva como conclusión, como resultado. La historia pasada y su conclusión actual se explican entonces recíprocamente en una perfecta circularidad: tal proceso sólo podía desembocar en tal resultado, y tal resultado supone tal proceso. La degradación de la comprensión dialéctica de lo real tiene en cierto modo un efecto retroactivo sobre la inteligencia histórica propiamente dicha, en el sentido de que allana el curso de la historia en un encadenamiento puramente lógico del que quedan eliminados no sólo la parte contingente sino sobre todo los conflictos que en cada época abrían evoluciones posibles. Este estricto determinismo que petrifica las relaciones de causalidad según el modelo de la mecánica (tal causa, tal efecto), es él mismo una forma de especialización del tiempo: en efecto, le otorga a éste los caracteres de una secuencia espacial apta para ser recorrida intelectualmente como se recorre una morada, pasando de una estancia a otra; pero es una morada muy museificada, en la que se yuxtaponen periodos bien distintos y delimitados (el Renacimiento, la Ilustración) sin contener ya nada de los procesos contradictorios y de los momentos cruciales que les daban su riqueza.
La tendencia de Billeter a un cierto esquematismo (de ahí su gusto por las simplificaciones a lo Crosby [9]) aparece corregido en Chine tríos fois muette por el conocimiento fino y concreto que tiene de la historia china, y por su voluntad de enfrentar lúcidamente, sin profetismos, lo que puede ser necesario para “librarse de la razón económica”, y “recuperar el uso de la razón a secas”. Sin embargo, en su texto, podemos encontrar, acerca de este asunto de nuestra emancipación posible de la economía de mercado, el mismo punto ciego que en otros textos de pretensiones revolucionarias. Como Jean-Marc Mandosio [10], la contradicción entre el determinismo retroactivo y la libertad que haría posible una toma de conciencia se resuelve –retóricamente- mediante el paso de una metáfora (la de la “reacción en cadena”) a otra (la de una “regla del juego”), cuyo significado es muy distinto. La primera metáfora sirve para explicar el proceso que, iniciado en el renacimiento, ha dado paso a nuestra situación actual; la segunda, para evocar la posibilidad de llevar a buen puerto la tarea que nos prescribe semejante situación:
Dar fin a este encadenamiento que ha tenido tan malos efectos y que los tendrá aún peores si le dejamos seguir su curso; para ello, poner fin a la forma específica de la inconsciencia de la que se alimenta, y con ello liberarnos de la fatalidad particular que ha dominado la historia reciente.Pero el orden cronológico implícito de estas dos metáforas –de sus “periodos de validez”, en cierto modo- es en Billeter exactamente lo contrario de lo que debería ser para dar cuenta de forma menos imperfecta de la historia real, es decir, de un proceso en que, una vez franqueado cierto umbral cualitativo (alcanzada una cierta masa crítica, para seguir con la metáfora nuclear), los efectos devastadores de lo que se convierte entonces en una reacción en cadena escapan a todo control. Anteriormente (antes de Hiroshima, para ser exactos) podía hablarse de la dominación de la racionalidad económica como de una “regla del juego” posible de cambiar, una vez conocida como tal. Por lo demás, eso es más o menos lo que decía Engels cuando hablaba de una ley “basada en la inconsciencia de los que la padecen”. Por el contrario, ahora es cuando puede hablarse de una reacción en cadena, es decir, de un proceso en el cual el hecho de una reacción en cadena, es decir, de un proceso en el cual el hecho de tomar conciencia de él no puede cambiar nada. (Escribo esto en el momento en que el trastorno climático se ha convertido en la pesada realidad que sabemos.)
Volveré a este punto, obviamente decisivo en cuanto al carácter fantasmal de toda teoría revolucionaria de hoy en día. Pero de momento, quisiera terminar de describir, a partir de la metáfora del “punto central”, lo que ésta ilustra de lo que podríamos llamar la mentalidad teórico-radical. Precisaré que se tratará de formas de desdialectización incomparablemente más burdas que las que pueden encontrarse en Billeter: en la pose teórica tal y como voy a evocarla ahora, la compensación ideológica de la impotencia intelectual y práctica se convierte en la característica principal.
No deja de ser sorprendente que, desde hace treinta años o más, la mayor parte de los que se presentan como defensores de la “teoría revolucionaria” (en general la de los situacionistas) no sólo no han hecho nada con ella –nada subversivo, se entiende- sino que la han utilizado sobre todo para protegerse de la percepción de la realidad, hasta encerrarse en un delirio perfectamente coherente [11].
Ligada a la especialización, que es ya un síntoma reconocible de falsa conciencia, la idea de un conocimiento total garantizado para quien logre ubicarse en el punto exacto desde el cual el mundo se vuelve perfectamente legible y “transparente” le recordará a cualquiera, en la vida corriente, un estado psicopatológico que combina delirio interpretativo y megalomanía. Pero hay claramente una especie de impunidad para los teóricos radicales, y el papel lo aguanta todo, como es sabido. Hay que señalar, empero, que lo que hay de esencialmente paranoico en las fantasías de conocimiento total, de punto de vista central, etc., aparece en el hecho de que implican necesariamente la pretensión de infalibilidad: admitir que se ha cometido un error en un solo aspecto, fenómeno o episodio equivaldría en efecto a admitir que no se ha sabido tomar las cosas por la raíz, por el principio del que derivan todos los fenómenos. En resumen, o se está en el centro o no se está: o se está allí donde se concentra toda la inteligencia histórica posible (el partido, la secta, o el delirio solitario), o se cae en las tinieblas exteriores por las que vagan los inconscientes. (También hay que señalar que, como buena lógica paranoica, la fantasía del centro suele llevar a postular simétricamente, ante los poseedores de la teoría verdadera, una igual conciencia por parte de la dominación.)
Así, formalmente no hay diferencia alguna entre, por un lado, el delirio sectario que, pretendiendo haber identificado el centro oculto de la dominación, denuncia todo lo que no cuadra con sus sistemas de interpretación como apariencia fabricada o engaño y, por otro lado, la crítica que aspira muy razonablemente a descubrir cuáles son, más allá de las apariencias, los verdaderos resortes que actúan en la máquina social; de ahí la facilidad de las mezcolanzas que suelen practicar la policía del pensamiento entre los análisis críticos y los negacionismos [12] de toda laya. La división entre lo que es evidente o verosímil, y lo que es arbitrario o aun delirante requiere una rectitud de juicio que sólo se forma, juntamente con el sentido común, mediante la confrontación con argumentos en un debate público, y que por lo tanto desaparece hoy a continuación de éste. En su defecto, se puede seguir sosteniendo por ejemplo, que el presunto cambio climático atribuido a los gases de efecto invernadero es en realidad una operación de desinformación montada por los industriales que han puesto a punto productos de sustitución de los gases incriminados.
Pero aunque uno no se pierda en el laberinto de las muy reales falsificaciones y de las revelaciones delirantes, se enfrentará concretamente a una verdadera descomposición de la casualidad en cuanto trate de salir de su opresión ante el entrelazamiento cada vez más confuso de una realidad ilegible:
El quid de la cuestión es que la sociedad ha alcanzado realmente tal grado de integración, de interdependencia universal de todos sus momentos, que la causalidad como arma crítica se vuelve inoperante. En vano se buscará lo que ha tenido que ser la causa, porque ya no hay más causa que esta sociedad. La causalidad se ve, por así decir, devuelta a la totalidad, se torna indiscernible en el interior de un sistema en el que tanto los aparatos de producción, de distribución y de dominación como las relaciones económicas y sociales, así como las ideologías, se entrelazan de forma inextricable. [13]
En semejantes condiciones, el teórico racional en busca del “factor determinante en última instancia” evidentemente sólo puede estar desamparado. Lo cual explica su propensión a contentarse, a modo de compensación, con una especie de investigación genealógica en que la prueba de la cronología hace las veces de explicación histórica. Puede afirmarse al menos que, en efecto, tal cosa ha tenido lugar antes que tal otra y por lo tanto es plausible, y en cualquier caso no del todo imposible, que se haya producido en esta sucesión temporal una relación de causa-efecto. Evocando en cierto modo la broma sobre la Historia general del cine del estalinista Sadoul, que se remontaba tanto en el pasado que alguien pudo sugerir titular el primer tomo “El cine bajo Luis XIV”, sabios genealogistas han llegado a buscar el origen del Espectáculo en la Edad Media, en tanto que otros establecieron hace tiempo que la invención del totalitarismo conviene atribuírsela a Platón. Descartes también ha sido de mucha utilidad pero últimamente la Ilustración cuenta con el favor de los buscadores de la causa primera.
Sean cuales sean las reservas que pudieran guardarse respecto a algunas de sus formulaciones anteriores, podía esperarse que Jean-Claude Michéa no caería en este estilo de búsquedas de paternidad. Por desgracia, en su última obra [14] no sólo emplea sin demasiada circunspección una muy aproximativa “historia de las ideas” cómo explicación suficiente, sino que ni siquiera nos evita, cuando señala el detalle ciertamente divertido de que el padre de Adam Smith era aduanero, la explicación psicoanalítica del librecambismo por el complejo de Edipo de su primer teórico:
Obviamente, es un detalle que da una significación muy particular a la idea de que los hombres no podrán gozar de las bendiciones de la naturaleza si no es aboliendo las barreras aduaneras y, de forma más general, todas las fronteras, sean cuales sean. Así, podría ser que la muerte del Padre (y, por consiguiente, la extensión indefinida del “imperio de las Madres”, fácilmente disfrazable de “feminismo”) constituya la verdad inconsciente del capital, y, yendo más lejos, de la propia modernidad.
Cierto que esta cantinela tan burlesca está relegada a una nota al final del texto pero, por lo demás, si se dejan de lado las digresiones, referencias y anotaciones de todo tipo que suelen parasitar el discurso antes que explicitarlo, este libro puede resumirse con esta serie de afirmaciones: la “filosofía de la Ilustración”, “punto de partida intelectual de nuestra Modernidad”, es una “matriz original, común al pensamiento de Izquierda y al Liberalismo”; la crítica radical del liberalismo actual, la “lucha coherente contra la utopía liberal y la sociedad de clases reforzada que engendra inevitablemente”, exige romper con esta “religión del progreso”; al actuar así se redescubrirán las virtudes del “socialismo original”, que había sido alterado por la ideología modernista de la izquierda, y podremos apoyarnos en la common decency (los valores morales de las personas corrientes) para oponernos a la Economía triunfante. Hacia el final de su libro, Michéa escribe:
[…] disponemos ahora, quizá por primera vez en la historia, de medios filosóficos suficientes para empezar a comprender hasta qué punto la intuición que habían tenido los obreros europeos del siglo XIX sobre el mundo que se preparaba (nuestro mundo, por consiguiente) era profundamente humana y notablemente fundada.
Así pues, una vez más el búho de Minerva alza su vuelo en el ocaso. Es cierto que, aún sin ser filósofos, hoy comprenderemos mejor que oportunidad histórica se perdió con el aplastamiento de las revoluciones obreras del siglo XIX (y del XX). Pero cuando el “socialismo original” ha sido vencido hace tiempo, su “comprensión filosófica” bien puede pintarlo con colores chillones, que no resucitará. La conciencia filosófica siempre llega demasiado tarde. Salvo, tal vez, para dárselas de pensador de la common decency¸ y eso hasta en las indecentes columnas de Le Nouvel Observateur o de Charlie hebdo, apoyándose por supuesto menos en la realidad de la cosa, que se ha vuelto desgraciadamente demasiado fantasmal, que en las obras de los tristes profesores del MAUSS (Movimiento Antiutilitario en las Ciencias Sociales), que son a la práctica viviente del don lo que un manual de sexología al amor [15].
Lo que la interpretación de tipo genealógico deja sin explicar sigue siendo lo que desde un punto de vista realmente histórico es lo esencial; es decir, en el caso del esquema presentado por Michéa: ¿cómo es que esos excelentes obreros revolucionarios de antes, tan admirables (y a menudo lo fueron, en efecto), sucumbieron ante la funesta “Modernidad”? La explicación mediante esta única causa –la matriz ideológica procedente de la Ilustración- hace desaparecer cómodamente el proceso de alienación del antiguo movimiento obrero, la formación de la burocracia moderna, la sumisión al desarrollo tecnológico, las nuevas condiciones producidas por todo ello, y también los vencimientos muy concretos que marcan la desaparición de ciertas posibilidades históricas, que ya no volverán. Quedan dos adversarios que se enfrentan intemporalmente: las élites modernistas, hoy “liberal-libertarias”, y las personas corrientes, el pueblo depositario por esencia de todos los valores anticapitalistas.
Ante este lienzo burdamente pintado, Michéa puede erguirse como caballero de la virtud (es decir, de la common decency). Pero sabemos a qué están condenados los caballeros de la virtud en un mundo sin virtud: a tomar una vulgar bacía de barbero por el yelmo de Mambrino.
II. Los papeles de AspernAl principio de su erudita obra, en que expone una “nueva critica al valor” [16], Anselm Jappe escribe líneas bastante singulares:
Este libro habrá alcanzado su objetivo si logra transmitirle al lector la pasión que siente su autor por la temática, aparentemente tan abstracta del valor. Ésta es la pasión que nace cuando se tiene la impresión de entrar en la cámara en que se guardan los secretos más importantes de la vida social, los secretos de los que dependen todos los demás.
Sin estar por nada del mundo tentado de hacer una interpretación freudiana al estilo Michéa, enseguida pensé en dos cosas cuando leí este pasaje. En primer lugar, la frase de Marx: “La crítica no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión”. A continuación, otro relato de Henry James, Los papeles de Aspern. Y tengo que decir que me parece que estas dos impresiones, una vez terminado el libro, siguen haciendo justicia a su contenido. En Los papeles de Aspern, James traslada una anécdota auténtica de la que tuvo conocimiento en Florencia: un crítico literario estadounidense había llegado a instalarse como inquilino en casa de una antigua amante de Byron, ya muy anciana, con la esperanza de echar mano a unos papeles que ella conservaba (unas cartas de Shelley, hacia el cual el crítico profesaba un verdadero culto); pero cuando la vieja dama acabó por morir, su –relativamente- joven pariente, con la que convivía, le puso como condición al crítica para darle las cartas que se casara con ella. En James, por supuesto, la historia, trasladada a Venecia, se torna mucho más ambigua, como la forma en que el crítica se ve finalmente frustrado con los secretos que codicia.
Mientras se acerca por primera vez al palazzo destartalado en que aspira a introducirse, la amiga estadounidense que lo acompaña exclama: “Se diría que espera de esos papeles la respuesta al enigma del universo”. Y más tarde, cuando, aceptando como huésped, se acerca a la cámara donde está enterrado el “tesoro” de los papeles de Aspern, su propietaria se le aparece como respresentando en este mundo “el saber esotérico”.
Vemos que además de la imagen de la “cámara de los secretos”, antes citada, se impone por si sola la similitud con una obra que pretende hacernos recuperar al “Marx esotérico” enterrado bajo los escombros del marxismo tradicional; el que, al lado del “Marx exotérico”, “representante de la ilustración que quería perfeccionar la sociedad industrial del trabajo bajo la dirección del proletariado”, elaboró una “crítica de los mismos cimientos de la modernidad capitalista”:
Sólo el “Marx esotérico” puede constituir hoy la base de un pensamiento capaz de captar los retos actuales y rastrear al mismo tiempo sus orígenes más distantes. Sin un pensamiento semejante, toda contestación al alba del siglo XXI corre el riesgo de no ver en las transformaciones actuales más que una repetición de los estadios anteriores del desarrollo capitalista. […] En una parte central – aunque en menor número de páginas- de su obra de madurez, Marx esbozó las líneas maestras de una crítica de las categorías de base de la sociedad capitalista: el valor, el dinero, la mercancía, el trabajo abstracto, el fetichismo de la mercancía. Esta crítica del centro de la modernidad es hoy más actual que en la época del propio Marx, porque entonces ese centro sólo existía en estado embrionario.
Al centro oculto de la teoría de Marx, a estas páginas que basta “leer con atención, lo que casi nadie ha hecho durante un siglo” [17], corresponde por lo tanto el “centro de la modernidad”, cuya evolución posterior estaba contenida ahí in nuce. En ciertos momentos, al recorrer páginas particularmente áridas sobre la “lógica del valor”, uno tiene la sensación de vérselas con una especie de cábala marxista, según la cual basta con saber descifrar las Escrituras para hallar el secreto del mundo, “la lógica de base de la sociedad moderna”. Evidentemente, Jappe expresa su rechazo a considerar la obra de Marx como un “texto sagrado” pero no deja de afirmar que “retomar uno mismo la crítica marxiana “esotérica” de la mercancía es entonces [es decir, cuando la “nueva contestación” se satisface todavía con una “ideología ecléctica”] un prerrequisito de cualquier análisis serio, que a su vez es la condición previa de cualquier praxis”. Así es que, con toda lógica, dedica la mayor parte de su libro a resumir, parafrasear, o citar lo que para él es “el núcleo válido del análisis marciano”. Al no ser marxista ni mucho menos marxólogo, no me pronunciaré sobre la validez, desde el punto de vista filológico, de esta restauración de “la obra marxiana”. En cualquier caso se puede convenir tranquilamente que el análisis crítico del fetichismo de la mercancía dista mucho de haberse vuelto, en el mundo en que vivimos, una mera curiosidad arqueológica, y nunca está de más repetir que no es la teoría de Marx lo que “reduce” todo a la economía, sino “la sociedad de mercado la que constituye el mayor reduccionismo jamás visto”; y que “para salir de este reduccionismo hay que salir del capitalismo, no de su crítica”. Sin embargo, aún admitiendo que haya que volver a empezar por la crítica de la “forma valor” elaborada por Marx para oponerse realmente al mundo del mercado, no se pone en ningún momento a esperar, leyendo estas Aventuras de la mercancía, a decir verdad, poco palpitantes, ya que, como dice el propio Jappe, “una vez dadas las categorías de base, toda evolución del capitalismo, hasta su salida de escena, está ya programada a través de las contradicciones que se suceden a partir de la primera”; no se pone uno nunca a esperar, decía, en el transcurso de esta lectura, que la “praxis” dormida pueda, como la Bella Durmiente, ser arrancada de su letargo por este muy conceptual príncipe azul: la “nueva crítica del valor”[18].
La empresa consiste en sustraer “la obra marxiana” a “más de un siglo de interpretaciones marxistas” para reconstruirla en torno a su “núcleo válido” evoca en cierto modo la de un Viollet-le-Due de la teoría que aspirase a “restablecerla en un estado completo que no puede haber existido nunca” [19]. Y como en toda restauración de este tipo el problema es hacer la selección entre lo que se conserva y se elimina. A Jappe parece así costarle, por momentos, desentrañar en Marx lo que es verdaderamente crítica y radical de lo que no lo es. Un poco a la manera en que Michéa contrapone el “socialismo original” al “pensamiento de Izquierda” impregnado del liberalismo de la Ilustración, Jappe opone el Marx “más radical” (el de El Capital) a ese otro que estaba marcado por las ilusiones del movimiento revolucionario de su tiempo; pero este desdoblamiento (“podemos […] hablar de un doble Marx”) se desdoble a su vez:
La diferencia entre el Marx “exotérico” y el Marx “esotérico” existe incluso en el interior de su análisis del valor y es visible en sus indecisiones en lo que concierne a la determinación del valor.
El lector, en todo caso, se pierde un poco, tanto más cuanto que, cada vez que cree poder relacionar la exposición que se le ofrece con un proceso histórico y unas realidades “empíricas”, el autor le pone en guardia contra esta comodidad intelectual. Esto es especialmente destacable a propósito de “trabajo abstracto”, del que Jappe deplora que el propio Marx no lo distinguiera nunca completamente del de “trabajo medio”, es decir, del trabajo indiferenciado, sin cualidades, que generalizaban la gran industria. No obstante, si hay un caso en que las fórmulas sobre la abstracción que se vuelve realidad, etc., tienen un sentido directamente comprensible para cualquier no teórico, es éste. Pero la “nueva crítica del valor” que defiende Jappe pone todo su empeño en rechazar cualquier comprensión de este tipo, como si ante todo fuese necesario que la teoría no tuviera el menor punto de aplicación en la realidad, tal vez por miedo a comprometerse con ella como hizo el viejo movimiento revolucionario combatiendo realidades “empíricas” antes que lo que se erguía “detrás”: la lógica del valor. Cierto, Jappe quiere admitir que existe un tipo de trabajo, que él llama “empíricamente abstracto”, cuya “difusión es efectivamente un resultado del predominio del trabajo abstracto en el sentido formal”; pero es para añadir al instante que “aquél no es del todo idéntico a éste”, conceder acto seguido que sin embargo “el trabajo abstracto en el sentido formal se vuelve la forma social dominante sólo cuando la aptitud de las obras a intercambiar una con otra, su no-especifidad y la posibilidad de pasar de un trabajo a otro, han penetrado a toda la sociedad”, y recordar finalmente que Marx, cuando formuló sus primeras reflexiones sobre la cuestión observando el proceso en curso en las sociedades más modernas, “no distinguía aún entre el trabajo “no cualificado” y el “trabajo abstracto” como determinación formal”.
Todo esto es muy lioso, por no decir embarulado. La razón de ello es sin duda que, en contradicción con diversas observaciones sobre el carácter esencialmente destructor del capitalismo, Jappe quiere conservar en el centro de su fortaleza teórica resturada la creencia tan marxista según el cual “liberarse del trabajo significa liberarse del trabajo vivo y dejar en todo lo posible el metabolismo con la naturaleza al trabajo muerto, esto es, a las máquinas”[20]. Y como se aferra a este artículo de fe, con citas de los Grundrisse en mano, hace falta que el “trabajo abstracto” sea algo muy distinto de la forma fenoménica que toma en el mundo real. Así Jappe puede reciclar discretamente los viejos clichés de la automatización emancipadora y de la contradicción entre las fuerzas productivas desarrolladas (que hacen “posible” el comunismo) y las relaciones de producción existentes; dicho de otro modo, “el dominio del valor” bajo el cual permanecer estas fuerzas productivas: hemos alcanzado por fin “el punto en que la autocontradicción inherente al capitalismo empieza a impedir su funcionamiento en la máquina que se desboca” y “la separación de los productores ya no tiene base material o técnica y deriva en exclusiva de la forma valor abstracta, que ha perdido así definitivamente su función histórica”.
Se entenderá que ahora la satisfacción intelectual que siente un teórico marxista, o sólo marciano, diagnosticando que lo que hoy se prolonga artificialmente (mediante el “capital ficticio”, la “burbuja” financiera) es “la vida de un modo de producción ya muerto”. Del mismo modo, debe ser tonificante para los tiempos que corren, o mejor dicho, que reptan, poder zanjar sin titubeos que:
El valor conduce a su propia abolición por culpa precisamente de sus éxitos. La victoria definitiva del capitalismo sobre los restos precapitalistas es también su derrota definitiva. Cuando el capitalismo plenamente desarrollado coincide con su concepto, no es el final de toda posibilidad de crisis sino, muy al contrario, el inicio de la verdadera crisis.
Sin embargo, hay algo escalofriante en esta especie de exultación hegeliana de recoger una y otra vez la rosa de la razón de la cruz del presente, si pensamos que esta “victoria definitiva del capitalismo sobre los restos precapitalistas”, antes que la parusía que promete –por lo menos a los devotos de una dialéctica fetichizada- su ineluctable inversión como “derrota definitiva”, es en primer lugar nuestra derrota cotidiana, el aplastamiento de todo aquello a partir de lo cual podría reconstruirse una vida liberada de la economía. Hay que precisar, empero, que Jappe evita concluir sus Aventuras de la mercancía con el happy end de rigor: la crisis salvadora final. Incluso declara explícitamente que “el final del capitalismo no implica ningún paso garantizado hacia una sociedad mejor”. Cuando se arriesga a intentar descifrar el enigma de los tiempos presentes, señala primero que la crisis, la autodestrucción del capitalismo, de momento tiene como único resultado “la caída en la barbarie”, pero luego atempera esta observación un tanto deprimente afirmando que “la implosión del capitalismo deja un vacío que podría permitir también la emergencia de otra forma de vida social”. Sin querer ponerme demasiado pesado con el hecho de que este “vacío” es más bien un demasiado lleno (de venenos de toda naturaleza legados a una hipotética “otra forma de vida social”), uno se pregunta para que sirven, pues, las doctas certezas desgranadas a lo largo de este libro si sólo concluyen, cuando se trata de volver hacia la “praxis”, en formulaciones más o menos tan hueras y desarmadas como los deseos piadosos de los ciudadanistas (“Otro mundo es posible”) de las que Jappe se burla ampliamente in fine. Y convocando a Mauss, Polanyi o Sahlins para demostrar pesadamente que han existido formas de organización social no sometidas a la economía no puede convencerse a nadie de que el capitalismo es sólo “una especie de incidente histórico”, un paréntesis que casi fácil de cerrar una vez se haya entendido bien, gracias a la crítica del valor, que aquello no era sino pura “locura”.
La contradicción que he evocado en la primera parte de este artículo (entre un estricto determinismo en cuanto al pasado y un nebuloso “sentido de lo posible” en cuanto al presente) reaparece aquí de forma casi caricaturesca. Por un lado, no puede existir en el interior del capitalismo ningún sujeto consciente, sólo la “lógica del valor”, el “sujeto autómata”; por otro lado “nunca ha habido un período en la historia en que la voluntad consciente de los hombres haya tenido tal importancia como la tendrá durante la larga agonía de la sociedad de la mercancía”, agonía que “está teniendo lugar ya ante nuestros ojos. Pero para empezar a dar cuerpo a semejante voluntad consciente de salir de la sociedad de la mercancía quizá habría que criticar la abstracción mortífera del capitalismo de una forma que sea ella misma menos abstracta (y no rechazar como “simple recriminación moralista o existencialista” todo juicio que se base en esos “pensamientos y deseos no formados por la mercancía”, cuya existencia admite Jappe a regañadientes para negar acto seguido que se pueda “sencillamente movilizar[los] contra la lógica de la mercancía”). Si no, la crítica seguirá siendo esa “pasión de la cabeza” de la que hablaba Marx: una especialización intelectual entre otras.
III. La bestia en la junglaPara merecer ese nombre, una teoría revolucionaria debe proponer una explicación de la realidad social que sea al menos plausible, y saber designar aquello que hay que combatir prioritariamente para transformarla. El criterio de verdad que se aplica a una teoría semejante no es exactamente de tipo científico: no le basta ser “pertinente”, adecuada a los hechos, sino que también tiene que llegar a cristalizar por un tiempo el descontento y la insatisfacción, indicándoles puntos de aplicación. Se puede ver que hoy no existe nada así. Cuando los intentos de explicación teórica que se hacen no son sencillamente absurdos o burdamente arbitrarios, no por ello dejan de ser incapaces de designar un objetivo práctico, o aun lejano, o de decir en qué hay que concentrar los esfuerzos, no ya para hacer que se tambalee la sociedad establecida, puesto que se derrumba por su propio movimiento, sino para oponerle una actividad colectiva que tenga alguna oportunidad de poner fin a la devastación del mundo.
Sin duda los análisis críticos que enfatizan la naturaleza fundamentalmente industrial de la sociedad presente resumen mejor que otros sus características y nombran lo que constituye a todas luces su determinación a la vez más universal y más concreta. Para quien la utilice sin fetichizarla, esta definición no implica obviamente olvidarse de que esta sociedad industrial también es capitalista, basada en la mercancía, espectacular, jerárquica, tecnificada, todo lo que se quiera, como tampoco el énfasis puesto en los años sesenta en los recientes progresos de la alienación que designaba el término de “espectáculo” implicaba abandonar la crítica del capitalismo, sino que por el contrario la reformaba en unos términos apropiados para hacer algo con ella. En todo caso, por somera que sea en ciertas formulaciones, la crítica antiindustrial ya ha tenido el mérito de satisfacer una de las condiciones requeridas en una teoría subversiva según un entendido; a saber, ser “enteramente inaceptable” en el sentido de que declara “malo, ante la estupefacción indignada de cuantos lo consideran bueno”, “el centro mismo del mundo existente” [21]. Sin embargo, una crítica semejante debe permanecer por necesidad muy desarmada para decir cómo atacar este “centro”, pues al describir la sociedad industrial como un mundo cerrado en el cual estamos encarcelados, insiste con razón en el hecho de que se trata de una esfera terrible cuyo centro no está, hablando con propiedad, en ningún lugar, ya que su circunferencia está en todas partes: chocamos con ella a cada instante [22] (volvemos a encontrar aquí, invertida, otra metáfora muy antigua y muy sugerente). Salvo que se siga postulando la existencia de una clase, el proletariado, cuya posición central en la producción lo constituye en sujeto revolucionario, es difícil ver, en efecto, si consideramos fríamente la coherencia de las coacciones que impone el sistema industrial, qué es lo que podría ponerle fin aparte a su autodestrucción, desde luego ampliamente iniciada, pero aún bastante lejana de un hipotético término. Y en ese caso se plantea la cuestión de los recursos –no sólo naturales- que conservará la humanidad, cuando el desastre haya llegado tan lejos, para reconstruir el mundo sobre otras bases. Dicho de otro modo: ¿en qué estado se hallaran los hombres, en qué estado se hallan ya, después de todo lo que se afanan en infligirse, al mismo tiempo que se endurecen soportándolo? Puede sostenerse que un agravamiento de la catástrofe barrerá todos los acondicionamientos y galvanizará las mejores energías de la humanidad, o que por el contrario precipitará, bajo la férula del pánico, la caída en la barbarie. Se puede conjeturar y dogmatizar sobre todo ello tanto tiempo como se quiera y nunca se saldrá de las opiniones, creencias o “convecciones íntimas” sin fundamento ni relieve. Si ninguna teoría puede responder razonablemente a tal pregunta, es sólo porque no utiliza una pregunta teórica, aunque sea la pregunta crucial de la época.
Así pues, como los teóricos están en realidad, como ya he dicho, tan desamparados como la gente corriente cuando hay que formular hipótesis sobre las consecuencias, incluso las más cercanas, del desastre en curso, apenas sorprende que sus escritos tengan algo de fantasmal, tanto más cuanto que adoptan para la galería un tono avejentado de contundente seguridad. (A los fantasmas, como sabe todo el mundo, les gusta cubrirse con armaduras oxidadas[23].) En efecto, al no poder concebir un futuro del tipo que sea, carecen de casi todo lo que daba consistencia y mordiente a una teoría revolucionaria: la tensión hacia la actividad colectiva y la búsqueda de mediaciones prácticas, la reflexión estratégica en función de plazos precisos, la capacidad de ligar cada conflicto a un programa universal de emancipación. Y si falta todo esto, no es –en todo caso no siempre y no principalmente- por alguna deficiencia intelectual particular, sino porque el terreno social e histórico en el que podía nacer y desplegarse una inteligencia teórica semejante ha desaparecido bajo nuestros pies.
Nadie sabe muy bien lo que va a abalanzarse desde la jungla del presenta, desde las combinaciones imprevisibles de un caos inaudito. Los teóricos se distinguen no obstante, y cuanto más “radicales” son más se acentúa este rasgo, por la satisfacción indisimulada con que hablan de crisis, de hundimiento, de agonía, como si poseyeran algún seguro especial sobre la dirección de un proceso del que todo el mundo espera que alcance por fin un resultado decisivo, un acontecimiento que elucide de una vez por todas el obsesivo enigma de la época, ya sea hundiendo a la humanidad, ya obligándola a levantarse. Sin embargo, esta espera desposeída forma parte integrante de la catástrofe, que ya está aquí, y la primera tarea de una teoría crítica sería romper con dicha espera, negarse a abrigar no se sabe bien qué esperanza contemplativa hablando, por ejemplo, como Jappe, del “vacío” propicio para “la emergencia de otra forma de vida social” que va a crear la implosión del capitalismo, o como Billeter, del “acontecimiento”, del “momento imprevisible en que algo nuevo se hace de repente posible” y en que los razonamientos críticos tienen por fin su uso; o incluso como Vidal, pero varios grados por debajo, del “trabajo de varias generaciones” que al parecer tendremos el placer de encarar para que el “movimiento antiglobalización” llegue a “definir, de forma más o menos libertaria (sic), los términos de un nuevo contrato social” (ni siquiera un plazo mucho más largo bastaría a semejante “movimiento”, tal como ha comenzado para desarrollar nada que tenga que ver con una conciencia crítica, y si se trata de darles la papilla ideológica a los altermundialistas más izquierdistas, Negri ya lo hace muy bien).
Se puede seguir teniendo por esencialmente cierto, aún hoy, el aforismo según el cual, en ruptura con toda filosofía de la historia y con la contemplación de un agente de supremo externo, sea cual sea éste –desarrollo de las fuerzas productivas o, como sustituto, autodestrucción del capitalismo-, “la teoría no tiene que conocer más que lo que ella misma hace” (La sociedad del espectáculo). Sin embargo, como muchas otras afirmaciones de la vieja teoría revolucionaria, ésta se ve confirmada de una forma muy diferente de la prevista: dado que el curso catastrófico de la historia presente (la “reacción en cadena”) escapa, por un tiempo cuya duración es imposible de prever, a nuestra acción, no se puede teorizar acerca de ella si no es restaurando de una manera u otra la posición separada y contemplativa de la filosofía de la historia. Así que también en esto puede practicarse una “ascesis bárbara”, opuesta a la falsa riqueza de las teorías prolongadas o reconstituidas. Cuando el barco hace agua, ya no hay tiempo de disertar con erudición sobre la teoría de la navegación: hay que aprender rápidamente a construir una balsa, aunque sea rudimentaria. Esta necesidad de limitarse a cosas muy sencillas, desde luego indignas de la “gran teoría” pero vitales a partir de ahora, de concentrarse en lo que se necesita imperiosamente sacrificando todo lo demás, lo que Walter Benjamín expresó en una carta [24] a propósito del libro de Ernst Bloch, titulado en Francia Héritage de notre temps:
El grave reproche que le hago a esta obra (que no al autor) es que no se corresponde en modo alguno a la situación de su aparición, sino que surge tan desubicada como un gran señor que, llegando a inspeccionar una región devastada por un terremoto, no tuviera nada más urgente para empezar que pedir a su gente que desenrolle las alfombras de Persia que ha traído –aquí y allá un poco apolilladas ya-, que exponga sus vasos de oro y de plata –aquí y allá deslustrados- y que extienda, ya descoloridos aquí y allá, los brocados y tejidos adamascados. Es obvio que Bloch tiene excelentes intenciones y grandes ideas. Pero, pensándolas, rehúsala ponerlas en práctica. En semejante situación -en un lugar asolado por la miseria- al gran señor no le queda más remedio que utilizar sus alfombras como mantas, cortar manteles de sus ricas telas y enviar su fajilla suntuosa a la fuente.
Al final de las
Observaciones sobre la agricultura genéticamente modificada y la degradación de las especies [25], decíamos que a uno no le quedaba, para salir del “mundo cerrado de la vida industrial”, más que “ir a cultivar su huerto”. Si olvidamos las chanzas estereotipadas de los progresistas submarxistas y de los borricos que parecen temer por encima de todo “el regreso a la tracción animal”, la fórmula se ha tomado en general como una pirueta poco fácil, un apaño elegido por no poder enunciar un programa más ambicioso. Sin embargo, si se observa con detenimiento y sin anteojos “radicales”, era un programa de los más ambiciosos, para tomarlo en sus sentidos tanto literal como figurado; incluso pensando en el “jardín de Epicuro”. Pero como conviene considerar para empezar el sentido de huerto de la palabra jardín (ya que, como decía con razón Epicuro, “principio y fin de todo bien es el placer del vientre. Porque todo lo cabal y todo lo desmedido tienen su referencia en éste”), concluiré diciendo que un buen manual de jardinería, acompañado de todas las consideraciones críticas que hoy requiere el ejercicio de esta actividad (porqué también en esto es ya muy tarde), sería sin duda más útil par atravesar las catástrofes venideras que unos escritos teóricos que persisten el elucubrar imperturbablemente, como si estuviésemos en tierra firme, el porqué y el cómo del naufragio de la sociedad industrial.
Una nota sobre Jaime Semprún :
“El fantasma de la teoría” es un cuestionamiento de las posibilidades de desarrollar una crítica teórica profunda de la sociedad en las condiciones que padecemos actualmente. Para responder a esta pregunta, Semprun examina tres obras de crítica radical publicadas en Francia pero cuyos autores son conocidos en castellano: el sinólogo Jean-François Billeter, Anselm Jappe (miembro del grupo Krisis y autor de una monografía sobre Debord, Guy Debord, Anagrama, 1999) y Jean Claude Michéa, a quien se debe La escuela de la ignorancia (Acuarela, 2002). A lo largo de las tres secciones del texto […], veremos las carencias o, por mejor decir, el carácter espectral de toda crítica que pretenda mostrarse acabada (en el sentido de pulida o conclusa) en medio del derrumbe de nuestras sociedades).
Poco hay que decir de Jaime Semprun, de quien se han vertido al castellano en los últimos años la mayor parte de sus obras, incluyendo algunas de las más lejanas en el tiempo, como sus escritos sobre la guerra social en España[29]. Fue redactor de la revista Encyclopédie des Nuisances: la déraison dans les artes, les sciences et les métiers. Tras el cierre de la ésta, ha publicado diversas obras de crítica social en las Éditions de l’necyclopédie des Nuisances, todas ellas atípicas: los Diálogos sobre la culminación de los tiempos modernos, El abismo se repuebla o la Apología por la insurrección argelina, y ha participado en otras obras colectivas publicadas por la misma editorial. Próximamente verá la luz una reedición ampliada de La nuclearización del mundo, cuya temática es desgraciadamente demasiado actual.