Dejo aquí una píldora... (está en pdf en la red)
1. El flanco derecho
Estaba allí, de pie sobre la colina, y al fondo ardía Sbodonovo. Estaba allí, pequeño y gris
con su capote de cazadores de la Guardia, rodeado de plumas y entorchados, gerifaltes y edecanes,
maldiciendo entre dientes con el catalejo incrustado bajo una ceja, porque el humo no le dejaba ver
lo que ocurría en el flanco derecho. Estaba allí igual que en las estampas iluminadas, tranquilo y
frío como la madre que lo parió, dando órdenes sin volverse, en voz baja, con el sombrero calado,
mientras los mariscales, secretarios, ordenanzas y correveidiles se inclinaban respetuosamente a su
alrededor. Sí, Sire. En efecto, Sire. Faltaba más, Sire. Y anotaban apresuradamente despachos en
hojas de papel, y batidores a caballo con uniforme de húsar apretaban los dientes bajo el
barbuquejo del colbac y se persignaban mentalmente antes de picar espuelas y salir disparados
ladera abajo entre el humo y los cañonazos, llevando las órdenes, quienes llegaban vivos, a los
regimientos de primera línea. La mitad de las veces los despachos estaban garabateados con tanta
prisa que nadie entendía una palabra, y las órdenes se cumplían al revés, y así nos lucía el pelo
aquella mañana. Pero él no se inmutaba: seguía plantado en la cima de su colina como quien está
en la cima del mundo. Él arriba y nosotros abajo viéndolas venir de todos los colores y tamaños.
Le Petit Caporal, el Pequeño Cabo, lo llamaban los veteranos de su Vieja Guardia. Nosotros lo
llamábamos de otra manera. El Maldito Enano, por ejemplo. O Le Petit Cabrón.
Le pasó el catalejo al mariscal Lafleur, siempre sonriente y untuoso, pegado a él como su
sombra, quien igual le proporcionaba un mapa, que la caja de rapé, que le mamporreaba sin
empacho fulanas de lujo en los vivacs, y blasfemó en corso algo del tipo sapristi de la puttana di
Dio, o quizá fuera lasaña di la merda di Milano; con el estruendo de cañonazos era imposible
cogerle el punto al Ilustre.
-¿Alguien puede decirme -se había vuelto hacia sus edecanes, pálido y rechoncho, y los
fulminaba con aquellos ojos suyos que parecían carbones ardiendo cuando se le atravesaba algo en
el gaznate- qué diablos está pasando en el flanco derecho?
Los mariscales se hacían de nuevas o aparentaban estar muy ocupados mirando los mapas.
Otros, los más avisados, se llevaban la mano a la oreja como si el cañoneo no les hubiera dejado
oír la pregunta. Por fin se adelantó un coronel de cazadores a caballo, joven y patilludo, que había
estado abajo: ida y vuelta y los ojos como platos, sin chacó y con el uniforme verde hecho una
lástima, pero en razonable estado de salud. De vez en cuando se daba golpecitos en la cara tiznada
de humo porque aún no se lo creía, lo de seguir vivo.
-La progresión se ve entorpecida, Sire.
Aquello era un descarado eufemismo. Era igual que, supongamos, decir: «Luis XVI se cortó
al afeitarse, Sire». O: «el príncipe Fernando de España es un hombre de honestidad discutible,
Sire». La progresión, como sabía todo el mundo a aquellas alturas, se veía entorpecida porque la
artillería rusa había machacado concienzudamente a dos regimientos de infantería de línea a
primera hora de la mañana, sólo un rato antes de que la caballería cosaca hiciera filetes,
literalmente, a un escuadrón del Tercero de Húsares y a otro de lanceros polacos. Sbodonovo
estaba a menos de una legua, pero igual daba que estuviese en el fin del mundo. El flanco derecho
era una piltrafa, y tras cuatro horas de aguantar el cañoneo se batía en retirada entre los rastrojos
humeantes de los maizales arrasados por la artillería. No se puede ganar siempre, había dicho el
general Le Cimbel, que mandaba la división, cinco segundos antes de que una granada rusa le
arrancara la cabeza, pobre y bravo imbécil, toda la mañana llamándonos muchachos y valientes
hijos de Francia, tenez les gars, sus y a ellos, la gloria y todo eso. Ahora Le Cimbel tenía el cuerpo
tan lleno de gloria como los otros dos mil infelices tirados un poco por aquí y por allá frente a las
arruinadas casitas blancas de Sbodonovo, mientras los cosacos, animados por el vodka, les
registraban los bolsillos rematando a sablazos a los que aún coleaban. La progresión entorpecida.
Agárreme de aquí, mi coronel.
-¿Y Ney? -el Ilustre estaba furioso. Por la mañana le había escrito a Nosequién que esperaba
dormir en Sbodonovo esa misma noche, y en Moscú el viernes. Ahora se daba cuenta de que
todavía iba a tardar un rato-. ¿Qué pasa con Ney?
Aquella era otra. Las tropas que mandaba Ney habían tomado tres veces a la bayoneta, y
vuelto a perder en memorable carnicería -línea y media en el boletín del Gran Ejercito al día
siguiente-, la granja que dominaba el vado del Vorosik. Por allí se nos estaban colando los
escuadrones de caballería rusos uno tras otro, como en un desfile, todos invariablemente rumbo al
flanco derecho. Que a esas horas aún se llamaba flanco derecho como podría llamarse Desastre
Derecho o Gran Matadero Según Se Va A La Derecha.
Entonces, empujando una gruesa línea de nubes plomizas que negreaba en el horizonte, un
viento frío y húmedo empezó a soplar desde el este, abriendo brechas en la humareda de pólvora e
incendios que cubría el valle. El Ilustre extendió una mano, requiriendo el catalejo, y oteó el
panorama con un movimiento semicircular -el mismo que hizo ante la rada de Abukir cuando dijo
aquello de «Nelson nos ha jodido bien»- mientras los mariscales se preparaban lo mejor que
podían para encajar la bronca que iba a caerles encima de un momento a otro. De pronto el catalejo
se detuvo, fijo en un punto. El Enano apartó un instante el ojo de la lente, se lo frotó, incrédulo, y
volvió a mirar.
-¿Alguien puede decirme qué diantre es eso?
Y señaló hacia el valle con un dedo imperioso e imperial, el que había utilizado para señalar
las Pirámides cuando aquello de los cuarenta siglos o -en otro orden de cosasel catre a María
Valewska. Todos los mariscales se apresuraron a mirar en aquella dirección, e inmediatamente
brotó un coro de mondieus, sacrebleus y nomdedieus. Porque allí, bajo el humo y el estremecedor
ronquido de las bombas rusas, entre los cadáveres que el flanco derecho había dejado atrás en el
desorden de la retirada, en mitad del infierno desatado frente a Sbodonovo, un solitario, patético y
enternecedor batallón con las guerreras azules de la infantería francesa de línea, avanzaba en buen
orden, águila al viento y erizado de bayonetas, en línea recta hacia el enemigo.
Hasta el Ilustre se había quedado sin habla. Durante unos interminables segundos mantuvo la
vista fija en aquel batallón. Sus rasgos pálidos se habían endurecido, marcándole los músculos en
las mandíbulas, y los ojos de águila se entornaron mientras una profunda arruga vertical le surcaba
el entrecejo, bajo el sombrero, como un hachazo.
-Se han vu-vuelto lo-locos -dijo el general Labraguette, un tipo del Estado Mayor que
siempre tartamudeaba bajo el fuego y en los burdeles, porque en la campaña de Italia lo había
sorprendido un bombardeo austríaco en una casa de putas-. Completamente lo- locos, Si-Sire.
El Enano mantuvo la mirada fija en el solitario batallón, sin responder. Después movió lento
y majestuoso la augusta cabeza, la misma -evidentemente- en la que él mismo se había ceñido la
corona imperial aquel día en Nótre Dame, tras arrancarla de las manos del papa Clemente VII,
inútil y viejo chocho, ignorante de con quién se jugaba los cuartos. Fíate de los corsos y no corras.
Que se lo preguntaran, si no, a Carlos IV el ex-rey de España. O a Godoy, aquel fulano grande y
simpaticote con hechuras de semental. El macró de su legítima.
-No -lijo por fin en voz baja, en un tono admirado y reflexivo a la vez-. No son locos,
Labraguette -el Petit se metió una mano entre los botones del chaleco, bajo los pliegues del capote
gris, y su voz se estremeció de orgullo-. Son soldados, ¿comprende?... Soldados franceses de la
Francia. Héroes oscuros, anónimos, que con sus bayonetas forjan la percha donde yo cuelgo la
gloria... -sonrió, enternecido, casi con los ojos húmedos-. Mi buena, vieja y fiel infantería.
Iluminada fugazmente desde su interior por los relámpagos de las explosiones, la humareda
del combate ocultó por un momento la visión del campo de batalla, y todos, en la colina, se
estremecieron de inquietud. En aquel instante, la suerte del pequeño batallón, su epopeya osada y
singular, la inutilidad de tan sublime sacrificio, acaparaban hasta el último de los pensamientos.
Entonces el viento arrancó jirones de humo abriendo algunos claros en la humareda, y todos los los pechos galoneados de oro, alamares y relucientes botonaduras, todos los estómagos bien
cebados del mariscalato en pleno, exhalaron al unísono un suspiro de alivio. El batallón seguía allí,
firme ante las líneas rusas, tan cerca que en poco tiempo llegaría a distancia suficiente para cargar
a la bayoneta.
-Un hermoso su-suicidio -murmuró conmovido el general Labraguette, sorbiéndose con
disimulo una lágrima. A su alrededor, los otros mariscales, generales y edecanes asentían graves
con la cabeza. El heroísmo ajeno siempre conmueve una barbaridad.
Aquellas palabras rompieron el estado de hipnosis en que parecía sumido el Ilustre.
-¿Suicidio? -dijo sin apartar los ojos del campo de batalla, y soltó una breve risa sarcástica y
resuelta, la misma del 18 Brumario, cuando sus granaderos hacían saltar por la ventana a los
padres de la patria pinchándolos con las bayonetas en el culo-. Usted se equivoca, Labraguette. Es
el honor de Francia - miró a su alrededor como si despertara de un sueño y alzó una mano-. ¡Alaix!
El coronel Alaix, que coordinaba las misiones de enlace, dio un paso al frente y se quitó el
sombrero. Era un individuo de ascendencia aristocrática, relamido y pulcro, que lucía un aparatoso
mostacho rizado en los extremos.
-¿Sire?
-Averígüeme quiénes son esos valientes.
-Inmediatamente, Sire.
Alaix montó a caballo y galopó ladera abajo, mientras todos en la colina se mordían los
galones de impaciencia. Al poco rato estaba de vuelta, sin aliento, con un agujero en mitad de la
escarapela tricolor que lucía en el emplumado sombrero. Saltó del caballo antes de que este se
detuviera encabritado entre una nube de polvo, imitando la pose del jinete de cierto conocido
cuadro de Gericault. Alaix tenía fama de numerero y fantasma, y nadie lo tragaba en el Estado
Mayor. A todos los mariscales les habría encantado verlo partirse una pierna al desmontar.
El Ilustre lo fulminaba con la mirada, impaciente.
-¿Y bien, Alaix?
-No se lo va a creer, Sire -el coronel escupía polvo al hablar-. No se lo va a creer.
-Lo creeré, Alaix. Desembuche.
-No se lo va a creer.
-Le aseguro que sí. Venga.
-Es que es increíble, Sire.
-Alaix -el Ilustre daba impacientes golpecitos sobre el cristal del catalejo-. Le recuerdo que
al duque de Enghien lo hice fusilar por menos de eso. Y que con esa mierda de flanco derecho
deben de quedar cantidad de vacantes de sargento de cocinas...
Los generales se daban con el codo y sonreían, cómplices. Ya era hora de que le metieran un
paquete a aquel gilipollas. Alaix suspiró ho ndo, hundió la cabeza entre los entorchados de los
hombros y se miró la punta del sable.
-Españoles, Sire.
El catalejo fue a caer entre las botas del Ilustre. Un par de mariscales de Francia se
abalanzaron a recogerlo, con presencia de ánimo admirable pero estéril. El Enano estaba
demasiado boquiabierto para reparar en el detalle.
-Repita eso, Alaix.
Alaix sacó un pañuelo para secarse la frente. Le caían gotas de sudor como puños.
-Españoles, Sire. El 326 batallón de Infantería de Línea, ¿recuerda?... Voluntarios. Aquellos
tipos que se alistaron en Dinamarca.
Como obedeciendo a una señal, todos cuantos se hallaban en lo alto de la colina miraron de
nuevo hacia el valle. Bajo los remolinos de humo, en filas compactas entre las que relucían sus
bayonetas, haciendo caso omiso del diluvio de fuego que levantaba surtidores de tierra y metralla a
su alrededor, marchando a través de los rastrojos de maizal sembrados de cadáveres, el 526
batallón de Infantería de Línea -o sea, nosotros- proseguía imperturbable su lento avance solitario
hacia los cañones rusos.
Última edición por Fingol el Vie Jun 17, 2011 8:46 am, editado 1 vez