La izquierda, el nacionalismo y el guindo
Félix Ovejero Lucas
Podrá contarse de muchas maneras, pero la idea fundamental de nuestros nacionalismos más tremendos es muy sencilla: España ha oprimido históricamente a vascos y catalanes, explotados en su riqueza y despreciados en su identidad cultural. El maltrato económico y la falta de reconocimiento político de una identidad cultural compartida serían la cristalización consumada de un conflicto que se ha prolongado durante siglos y que se manifiesta de distintas formas. Algunos, como Esquerra Republicana de Catalunya, hablan sin rubor de colonias víctimas de ocupación militar. Es el relato del conflicto. Un relato que, apenas sin reservas, la izquierda española ha hecho suyo con muy pocas excepciones. En ese guindo anda y no parece que se vaya a caer.
Y ahora, la realidad. La económica, primero. En palabras de Teo Uriarte en uno de los libros reseñados: «El País Vasco es una de las zonas de mayor bienestar de Europa y el mundo, donde más de cien mil ciudadanos vascos, de una población de 2,1 millones, disponen de una segunda vivienda en propiedad en otras partes de España, donde los salarios medios en activo y las pensiones de jubilación superan la media española y donde dos de sus localidades, San Sebastian y Getxo, tienen las viviendas más caras de España. Además, la cobertura de servicios sociales alcanza los niveles más altos. También hay que mencionar la relación de privilegio fiscal y financiero con el resto de España». Exactamente, según uno de los más competentes analistas de estas cosas, Ángel de la Fuente, «la financiación por habitante del País Vasco es superior en un 60% a la media de las regiones de régimen común a igualdad de competencias». La fantasía no es menor si atendemos a la acusación de falta de reconocimiento de la identidad. El sistema público ofrece la posibilidad de estudiar íntegra y exclusivamente en euskera, una lengua que sólo utilizan el 13,3% de los vascos. Eso sí, el euskera es un requisito para acceder a concursos, empleos públicos y ayudas a proyectos de cualquier orden. Una decisión institucional que cercena las opciones sociales y laborales de una mayoría de los vascos, incompetentes en euskera. Y, por supuesto, también del resto de los ciudadanos españoles, a los que no les cabe ni la posibilidad de jugar el partido.
En Cataluña, pues poco más o menos. O peor: aunque no existe la posibilidad de escolarizarse en castellano, ésta es, además de la lengua común, la lengua materna del 55% de los catalanes, frente 31,6%, que tiene el catalán. La clase política de primera línea presenta otro perfil: según solventes estudios de hace pocos años, tan solo el 7% de los parlamentarios reconoce el castellano como su «identidad lingüística». Una circunstancia poco compatible con lo que normalmente sucede con las colonias: los colonizados son los que mandan. Como tampoco lo es que Cataluña sea la región con mayor PIB de España, que el presidente de la Comisión de Exteriores de la metrópoli sea un nacionalista catalán o que el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y otros cincuenta y cinco altos cargos de la Generalitat cobren más que el presidente del Gobierno.
Y, si se mira la trama social, la fabulación nacionalista todavía resulta más extravagante. Cerca del 70% de los catalanes, que en primera y segunda generación proceden de otras partes de España, ocupan las partes más bajas de la pirámide social y viven en el extrarradio de las ciudades, mientras que los «colonizados» habitan en los mejores barrios. También aquí la lengua empeora las cosas, al menos si nos importa la igualdad. Al convertirse el catalán en requisito para acceder a muchos puestos laborales, entre ellos los de la administración pública, la lengua oficia como un filtro que penaliza a los castellanoparlantes, los más humildes. La exclusión real es la de los supuestos invasores. Y no es retórica, que, de tan naturalizada que está la patología, se expresa con pasmosa brutalidad. Es el caso de Mas cuando recomienda a los que piden la escolarización en castellano «que monten un colegio privado en castellano para el que quiera pagarlo, igual que se montó uno en japonés en su momento». Otro ejemplo: en pleno debate electoral, ante la presencia callada de los políticos de izquierda, interrumpe a otro candidato para decirle: «Miren si este país es tolerante que ustedes vienen aquí, hablan en castellano en la televisión nacional de Cataluña y no pasa nada». Lo más inquietante de todo es el «vienen aquí», ese sentido patrimonial del territorio político, asociado, además, a la identidad.
El resto del texto está aquí : http://www.revistadelibros.com/articulo_imprimible.php?art=5171&t=articulos
Félix Ovejero Lucas
Podrá contarse de muchas maneras, pero la idea fundamental de nuestros nacionalismos más tremendos es muy sencilla: España ha oprimido históricamente a vascos y catalanes, explotados en su riqueza y despreciados en su identidad cultural. El maltrato económico y la falta de reconocimiento político de una identidad cultural compartida serían la cristalización consumada de un conflicto que se ha prolongado durante siglos y que se manifiesta de distintas formas. Algunos, como Esquerra Republicana de Catalunya, hablan sin rubor de colonias víctimas de ocupación militar. Es el relato del conflicto. Un relato que, apenas sin reservas, la izquierda española ha hecho suyo con muy pocas excepciones. En ese guindo anda y no parece que se vaya a caer.
Y ahora, la realidad. La económica, primero. En palabras de Teo Uriarte en uno de los libros reseñados: «El País Vasco es una de las zonas de mayor bienestar de Europa y el mundo, donde más de cien mil ciudadanos vascos, de una población de 2,1 millones, disponen de una segunda vivienda en propiedad en otras partes de España, donde los salarios medios en activo y las pensiones de jubilación superan la media española y donde dos de sus localidades, San Sebastian y Getxo, tienen las viviendas más caras de España. Además, la cobertura de servicios sociales alcanza los niveles más altos. También hay que mencionar la relación de privilegio fiscal y financiero con el resto de España». Exactamente, según uno de los más competentes analistas de estas cosas, Ángel de la Fuente, «la financiación por habitante del País Vasco es superior en un 60% a la media de las regiones de régimen común a igualdad de competencias». La fantasía no es menor si atendemos a la acusación de falta de reconocimiento de la identidad. El sistema público ofrece la posibilidad de estudiar íntegra y exclusivamente en euskera, una lengua que sólo utilizan el 13,3% de los vascos. Eso sí, el euskera es un requisito para acceder a concursos, empleos públicos y ayudas a proyectos de cualquier orden. Una decisión institucional que cercena las opciones sociales y laborales de una mayoría de los vascos, incompetentes en euskera. Y, por supuesto, también del resto de los ciudadanos españoles, a los que no les cabe ni la posibilidad de jugar el partido.
En Cataluña, pues poco más o menos. O peor: aunque no existe la posibilidad de escolarizarse en castellano, ésta es, además de la lengua común, la lengua materna del 55% de los catalanes, frente 31,6%, que tiene el catalán. La clase política de primera línea presenta otro perfil: según solventes estudios de hace pocos años, tan solo el 7% de los parlamentarios reconoce el castellano como su «identidad lingüística». Una circunstancia poco compatible con lo que normalmente sucede con las colonias: los colonizados son los que mandan. Como tampoco lo es que Cataluña sea la región con mayor PIB de España, que el presidente de la Comisión de Exteriores de la metrópoli sea un nacionalista catalán o que el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y otros cincuenta y cinco altos cargos de la Generalitat cobren más que el presidente del Gobierno.
Y, si se mira la trama social, la fabulación nacionalista todavía resulta más extravagante. Cerca del 70% de los catalanes, que en primera y segunda generación proceden de otras partes de España, ocupan las partes más bajas de la pirámide social y viven en el extrarradio de las ciudades, mientras que los «colonizados» habitan en los mejores barrios. También aquí la lengua empeora las cosas, al menos si nos importa la igualdad. Al convertirse el catalán en requisito para acceder a muchos puestos laborales, entre ellos los de la administración pública, la lengua oficia como un filtro que penaliza a los castellanoparlantes, los más humildes. La exclusión real es la de los supuestos invasores. Y no es retórica, que, de tan naturalizada que está la patología, se expresa con pasmosa brutalidad. Es el caso de Mas cuando recomienda a los que piden la escolarización en castellano «que monten un colegio privado en castellano para el que quiera pagarlo, igual que se montó uno en japonés en su momento». Otro ejemplo: en pleno debate electoral, ante la presencia callada de los políticos de izquierda, interrumpe a otro candidato para decirle: «Miren si este país es tolerante que ustedes vienen aquí, hablan en castellano en la televisión nacional de Cataluña y no pasa nada». Lo más inquietante de todo es el «vienen aquí», ese sentido patrimonial del territorio político, asociado, además, a la identidad.
El resto del texto está aquí : http://www.revistadelibros.com/articulo_imprimible.php?art=5171&t=articulos