Es San Pedro Sula, azotada por la droga y la guerra entre “maras”. Clarín estuvo en el hospital, donde llegan heridos de bala y machetes. El domingo Honduras elige presidente.
“¿Pedimos pizza o hamburguesa?”. En medio de la sangría que tiene entre manos, Desiree aún tiene tiempo de pensar en cenar, mientras cose simultáneamente a dos jóvenes con heridas de machete del tamaño de una mano. Una que va desde el ojo hasta debajo de la mandíbula. La otra, de su primo, que recorre de un lado al otro el cráneo. Como una artesana de la taxidermia va enlazando puntadas en la sala de espera. Junto a ellos, dos chicos esperan desangrándose en algo parecido a una camilla. Otros dos más acaban de morir frente a nosotros. Uno destrozado a machetazos y un sexto con varias heridas de bala.
Son las 12 de la noche en la zona de emergencias del hospital Mario Catarino de San Pedro Sula, en Honduras, considerada por diversas ONGs como la ciudad más violenta del mundo, con 179 muertos por cada 100.000 habitantes.
Buenos Aires, por ejemplo, tiene 5,4 cada 100.000.
Ni en las peores épocas de la Ciudad Juárez mexicana se llegó a algo parecido. Pero en la sala de urgencias del hospital nadie parece escandalizarse ante la orgía diaria de sangre. Cuando se abren las puertas, todos saben qué hacer: el doctor ordena a un familiar que vaya a comprar anestesia; a otro lo envía a buscar una camilla; y a otro más lo manda a comprar una Coca Cola con la que le subirá la presión al herido. Mientras tanto, unos enfermeros vacían un pañal de bebé para sacarle el algodón con el que frenará la hemorragia. Un espesa naturalidad.
El doctor Alexis Reyes y sus enfermeros son ángeles de bata blanca que hacen operaciones como si estuvieran en un campo de batalla. A vida o muerte y sin medios. “No hay suero, antibiótico, soluciones salinas, no hay jeringas y los enfermos tienen que comprar todo antes de entrar. El problema es que la mayoría de la gente que llega aquí no tiene cómo pagar los 200 dólares que cuesta una anestesia y se me muere aquí mismo”, se lamenta el doctor Reyes, señalando una fría sala de azulejo, en el que se mezclan el rojo de la sangre, el blanco del neón y los enfermos acumulados en las esquinas.
“Los hospitales estaban diseñados para atender las emergencias normales, pero no la ola de violencia que vivimos”, añade Rosa Romero, otra enfermera que lleva 27 años trabajando en la sala de emergencias.
San Pedro Sula es una ciudad particular, colonial, antigua, con ese aroma de españolidad que tienen tantas en América latina. Calurosa, con un bonito centro y un incesante comercio a la luz del día. Pero a la noche se vuelve negra, violenta. Según datos del Consejo Ciudadano de Seguridad, hubo 1.218 homicidios en 2012 (casi 4 por día), en una ciudad que tiene poco más de 700.000 habitantes.
Las razones para la explosión de asesinatos, que casi duplica los índices de 2005, son complejas. La corrupción, las bandas y las armas han estado presentes por décadas. Pero en 2009, el golpe de Estado contra el gobierno del presidente Manuel Zelaya trajo una oleada de asesinatos políticos.
Además, ahora los hondureños deben lidiar con la presencia de los carteles mexicanos de la droga, que se han desplazado hacia el sur y se han asentado en el país. Para las ONG’s de derechos humanos se trata de una “crisis humanitaria” ante la que nadie pone fin. Desde que hace cuatro años un golpe de Estado cívico-militar sacó a Mel Zelaya del país y del poder en pijama y a punta de pistola, los militares y la violencia se han convertido en el gran tema de la campaña electoral hondureña de cara a la elección presidencial del domingo.
Pero quizá el testigo más capacitado para contar lo que aquí pasa es Luis Hinestrosa, un viejo taxista que desde hace 18 años hace guardia frente a la puerta de urgencias. ¿Y qué es lo más fuerte que ha visto? “Bueno, el otro día llegó un hombre con las manos y los pies en una bolsa. La Mara Salvatrucha se las cortó por no pagar el impuesto de guerra (extorsión). El mes pasado llegó un tipo caminando con un hacha en la cabeza. Era mejor no quitársela, le dijeron a los familiares”, explica. ¿El peor día? “Navidad. No paran de llegar baleados”, se lamenta junto a su viejo Nissan.
A las puertas del hospital, la vida sigue tan triste como adentro. Decenas de personas esperan durmiendo en el suelo a que salgan sus familiares y un grupo de evangélicos les regalan café y pan.
“Mejor pizza”, contesta la enfermera que acaba de salvar la vida al joven, que huele a alcohol. Es la macabra cotidianeidad de un hospital que lucha por no convertirse en una morgue.