Esta semana empezaremos con una de esas historias ligeras y primaverales que siempre vienen bien, y terminaremos con una pequeña parábola para la reflexión y el recogimiento. Ya están aquí los primeros calores, a pesar de que las nubes siguen tapando el sol, y las nenas empiezan el destape. Ombligos, muslos, pechugas… todo vale. Pero esta pequeña revolución de todas las primaveras la trataremos en las próximas semanas, cuando el sol ya apriete y el tema sea patente, que este año parece que la cosa empieza tranquila, gota a gota.
La historia del escote que quería contar tuvo lugar hace unos años. Vagueaba yo por la insigne escuela de Industriales y hacía como que estudiaba, revoloteando en la inocencia de la niñez. Había salido hace poco un BIELA (la revista de la escuela que regentaba yo por aquel entonces) y había escrito yo un quizá poco acertado artículo sobre cómo las mujeres nos llevan de calle y nos hacen pasar por el aro día sí y otro también. El texto era veraz y clarificador como el sol que nos alumbra, y por tanto susceptible de rasgar sensibilidades especialmente predispuestas.
Andando por la escuela, buscando un sitio en el cual dejar los trastos y dar un repaso al fascinante mundo de las ecuaciones diferenciales en derivadas parciales, me topé con una de aquellas sensibilidades, la más salvaje que conocía en aquel santo edificio. Esa sensibilidad en concreto gozaba de unos prominentes pectorales y una capacidad pulmonar notable (unas tetas de cuidado, vamos), y además se cuidaba de que no sus cualidades no pasaran desapercibidas.
Con un gesto de pocos amigos me conminó a sentarme a su vera y yo, ingenuo y olvidadizo, habiendo enterrado entre muslos y pechugas primaverales mi artículo en las brumas de la memoria, me senté dicharachero dispuesto a mantener una agradable conversación y confiando en que durara lo suficiente como para que se hiciera la hora de comer y no tuviera que abrir el libro.
Fue poner el culo en la silla y se abrió ante mí la caja de Pandora en versión feminista. En pocas palabras me dijo que era un cretino y que cómo me atrevía a escribir semejantes sandeces, sólo que la cosa duró algo más que lo que se tarda en leer la frase anterior. Yo, que igual que ahora, pensaba que nadie leía mis artículos, me sorprendí de que justo ella tuviera que habérselo empapado de arriba a abajo. Por supuesto, la pobre no había entendido nada en mi sutil ironía y mi mordaz humor, y poco de lo que le pude decir consiguió apaciguarla.
En una de las líneas de su discurso (tras 20 minutos parecía que la cosa se ponía interesante) dijo: “Es como el otro día, que le tuve que decir a un chaval con el que hablaba que dejara de mirarme las tetas”. En ese mismo instante, un impulso eléctrico salió disparado desde mi cerebro hacia los músculos oculares con la orden No mirar tetas. stop. Sin embargo, el sistema neurovegetativo, ese que se encarga de mantener el corazón latiendo, de que respiremos y de todas esas funciones que aseguran nuestra supervivencia, ya se había adelantado y mis ojos estaban contemplando serenamente aquello que el pobre chaval de la historia fue obligado a dejar de admirar.
Bien no se dio cuenta la chica, bien la orden de intendencia llegó lo suficiente rápido, mis pupilas volvieron a enfocar la cara de mi inflamable interlocutora sin que ella hiciera alusión a mi desliz visual. Todavía con escalofríos en la espalda por pisotear campo minado, presté atención a la argumentación de la chica.
Contaba que estaba hasta las narices de que los tíos fueran mirándole las prominencias, que estábamos todos más salidos que el rabo de una cacerola y que así este mundo no iba a llegar a ninguna parte. Sobre lo primero sigo sin tener opinión, pero desde luego los demás puntos los clavó. La chica era bastante bajita y tenía más defensas que un coche de choque; los amantes de los pechos talla king size debían de ponerse las botas.
Y digo que debían de ponerse las botas porque, para no gustarle que le miraran los promontorios, los llevaba bastante al descubierto. Parece ser que de todos los diseños de camisas y camisetas que existen en el mercado, a la pobre le gustaban sólo las que le dejaban las tetas fuera. Qué cruel casualidad; vivimos en un país que es una potencia textil y a la pobre no le llegaba la tela para taparse las vergüenzas, situación del todo comprensible en tanto que con uno de sus sujetadores me hacía yo una funda para la moto.
La conversación terminó poco después de que la interfecta soltara algún que otro despropósito más, del estilo “Yo no voy mirando el paquete a los tíos” y allí quedé yo solo, pensativo y ensimismado. Mente lógica como soy, enseguida me di cuenta de que si ella no iba mirando los paquetes a los tíos era porque los tíos no iban enseñando el paquete. No era mi caso y tampoco me pareció que fuera el caso de ninguno de los de mi gremio que por allí vi pulular. A ella le miraban las cantimploras porque las llevaba a la vista; era como si yo fuera a la escuela con el pito fuera y encima pidiese que nadie me lo mirara. Lo que no quieras que se vea, no lo enseñes, y punto.
No tuve que pensar mucho más para colegir que si ella mostraba sus exhuberancias era porque agradecía las miradas perversas que caían sobre ella, y que si tales miradas se daban era porque las perpetraba. El tema dio para unos días más de reflexión y charlas con los amigos. La conclusión: las mujeres quieren recibir la mirada perversa, pero sin que se note. Quieren ser desnudadas con la vista pero con disimulo. Es más, seguro que a aquella le encantaba la frasecita de “Deja ya de mirarme las tetas” y la ensayaba delante del espejo por las noches. ¿Qué opinan los lectores al respecto? ¿Disfrutan las mujeres con las miradas libidinosas?