http://argelaga.wordpress.com/2014/07/23/la-insumision-electoral/
Escrito de Miguel Amorós para fundamentar la negativa de una compañera a participar en la mesa electoral donde había sido designada :
“El sufragio universal, en tanto que elemento activo en una sociedad basadaen la desigualdad económica y social, nunca será para el pueblo otra cosa que un señuelo, y que en manos de los demócratas burgueses nunca será nada más que una odiosa mentira, el instrumento más seguro para consolidar con una apariencia de liberalismo y justicia, y en detrimento de los intereses y de la libertad populares, la eterna dominación de las clases explotadoras y propietarias.”
Bakunin
Si bien estas palabras fueron escritas en 1870, es decir, hace ya siglo y medio, su vigencia no puede ser más absoluta. Lo que era verdad en los albores de la sociedad burguesa, no deja de serlo aun con mayor contundencia en sus postrimerías. Aprovechemos las circunstancias para deshacer un equívoco interesado y precisar que cuando se habla de “democracia”, en realidad se trata de parlamentarismo, la forma política mejor adaptada a la prevalencia de los intereses oligárquicos. La multiplicación de elecciones a los distintos parlamentos no ha hecho más que perfeccionar las herramientas mediante las cuales las masas dirigidas cooperan en la construcción de su propia cárcel. Los parlamentos, lejos de representar la voluntad popular, lo que en verdad representan es la legitimación de la corrupción política y del despotismo económico y financiero. La voluntad popular es una pura entelequia, un fantasma incapaz de materializarse en algo distinto a una casta política asociada a intereses privados corporativos.
Las fantasías políticas son un alimento que no engorda. Tanto se podría llamar al parlamentarismo democracia como dictadura pues goza atributos de ambos; lo que sí es cierto es que no se corresponde en absoluto con la voluntad popular. Ésta solamente puede nacer de la libertad, de los espacios de discusión libres, no de los monopolios mediáticos, de la indiferencia, el conformismo o la sumisión. ¿Cómo podría pues reconocerse a un parlamento que no es sino la correa legislativa de la opresión? El mejor de los parlamentos es el que no existe. Por lo tanto, si una verdadera voluntad popular consiguiera expresarse, no podría hacerlo en ellos. Nunca como hoy nos hizo menos falta el parlamento –no hablemos ya de la política- y nunca como hoy dicho parlamento nos ha tiranizado tanto.
Los parlamentos no son la solución; son el problema. Sólo representan a la minoría dominante. El ritual seudodemocrático que los legitima, las elecciones, es una farsa. Nadie que no se haya resignado a los hechos consumados, a la razón de la fuerza, a la violencia capitalista, podrá reconocerse en ellos: la dignidad, la razón, la justicia se lo impiden. No puede hacer dejación de su conciencia y de su integridad en favor de la ley, pues ésta no es obra de personas ecuánimes y justas; es mas, si tal hiciera, estaría colaborando con la injusticia y la opresión. El interés real de la sociedad oprimida obliga moralmente a la desobediencia.
Que no se entienda nuestro rechazo del parlamentarismo como un rechazo de la democracia. Lo que abominamos es del Estado y de sus principales tentáculos, no de la democracia antiestatal, horizontal, asamblearia, la que realmente nos protegería. El Estado parlamentario, lejos de protegernos, simplemente nos atemoriza, nos amenaza, nos impone maneras de vivir sumisas. Nos permite existir bajo condiciones enteramente dispuestas por él.
“Existen leyes injustas: ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el principio?”
David Henry Thoreau
Thoreau, el padre de la desobediencia civil hizo lo último. Es evidente que una ley que reafirme el dominio de la clase dominante es una ley espuria, promulgada en comisiones espurias emanadas de parlamentos espurios. Y que debido a su naturaleza profundamente arbitraria y a su carácter discutible y dudoso, violente las conciencias que tratan de regirse por consideraciones éticas, apelando a la libertad y al bien común. La ley ilegítima ha de tropezar primero con el derecho a la defensa de las propias convicciones, y por lo tanto, con el deber de desobedecerlas. Pero las constituciones paridas por los parlamentos no reconocen por razones obvias ni la objeción de conciencia ni la desobediencia. Precisamente su carácter ilegítimo impulsa a los legisladores a defender mediante castigos ejemplares la farsa legal. De otra forma ofrecería facilidades para ser desenmascarados.
La ley electoral no prohíbe la abstención, puesto que ésta no altera los resultados; sin embargo obliga a participar en las mesas electorales a quienes son unilateralmente designados para ello, bajo pena de multas y prisión. No tiene en cuenta el conflicto posible entre la normativa electoral y los principios morales de los individuos. Estamos entonces ante un derecho conculcado por la norma jurídica, el de resistir a los mandatos de la autoridad –siempre usurpadora- que violan las convicciones morales; en resumen, el derecho natural a resistir la tiranía política.
La mayoría no son todos. A pesar de que una gran parte de la población, por inconsciencia, por costumbre, por beneficiarse de ello, o por cualquier otra razón, acepta irresponsablemente la autoridad estatal originada en los parlamentos -autoridad que consolida la desigualdad social y el dominio de una clase enquistada en la política y las finanzas- hay una minoría a la que repugna colaborar con la injusticia, negándose por razones de conciencia a acatar el ordenamiento vigente en materia de elecciones. Siente que como mínimo su derecho al desacuerdo ha estado conculcado y que su opinión no ha sido tenida en cuenta, por lo que recurre a la insumisión, enfrentándose a las leyes que regulan la servidumbre.
La insumisión electoral, más todavía que la abstención, es una forma pacífica de disidencia que se desprende de un no-reconocimiento personal de los partidos, el parlamentarismo y el Estado, entidades en las que el disidente no se siente representado. Es el rechazo concreto de una normativa odiosa e inicua que vulnera las convicciones libertarias del elegido. El insumiso, mediante su negativa a participar en nada que legalice políticamente la dominación, antepone su conciencia al nefasto ordenamiento legislativo, y decide arrostrar las consecuencias de su insumisión antes de dar un sólo paso hacia el atropello y la desigualdad. La insumisión es la cara opuesta a la servidumbre voluntaria típica de las mayorías ovejunas.
La tiranía opresora no duraría un segundo si nadie consintiera en sufrir su yugo. Cesando de aceptar la tiranía, sin ni siquiera necesidad de lucha, todos recobrarían la libertad. Pero revolcándose los individuos en el barro de la sumisión, se complacen en vivir como han nacido, sin exigir otro derecho que el que se les ha otorgado. No obstante, a pesar del empeño que ponen los dirigentes en envilecer a todo el mundo, siempre hay quien no acata de buena gana lo que antaño otros solamente acataron a la fuerza, y trata de recuperar al menos un poco de la libertad que a aquellos les arrebataron. A los insumisos, las palabras de Etienne de La Boëtie en tiempos en que los ejércitos de Henri II sembraban el terror en Francia les han de resultar familiares: “Resolveos a no ser esclavos y seréis libres. No se necesita para esto pulverizar al ídolo; será suficiente no querer adorarlo; el coloso se desploma y cae a pedazos por su propio peso, ya que la base que lo sostenía llega a faltarle.”
4 de junio de 2014
Escrito de Miguel Amorós para fundamentar la negativa de una compañera a participar en la mesa electoral donde había sido designada :
“El sufragio universal, en tanto que elemento activo en una sociedad basadaen la desigualdad económica y social, nunca será para el pueblo otra cosa que un señuelo, y que en manos de los demócratas burgueses nunca será nada más que una odiosa mentira, el instrumento más seguro para consolidar con una apariencia de liberalismo y justicia, y en detrimento de los intereses y de la libertad populares, la eterna dominación de las clases explotadoras y propietarias.”
Bakunin
Si bien estas palabras fueron escritas en 1870, es decir, hace ya siglo y medio, su vigencia no puede ser más absoluta. Lo que era verdad en los albores de la sociedad burguesa, no deja de serlo aun con mayor contundencia en sus postrimerías. Aprovechemos las circunstancias para deshacer un equívoco interesado y precisar que cuando se habla de “democracia”, en realidad se trata de parlamentarismo, la forma política mejor adaptada a la prevalencia de los intereses oligárquicos. La multiplicación de elecciones a los distintos parlamentos no ha hecho más que perfeccionar las herramientas mediante las cuales las masas dirigidas cooperan en la construcción de su propia cárcel. Los parlamentos, lejos de representar la voluntad popular, lo que en verdad representan es la legitimación de la corrupción política y del despotismo económico y financiero. La voluntad popular es una pura entelequia, un fantasma incapaz de materializarse en algo distinto a una casta política asociada a intereses privados corporativos.
Las fantasías políticas son un alimento que no engorda. Tanto se podría llamar al parlamentarismo democracia como dictadura pues goza atributos de ambos; lo que sí es cierto es que no se corresponde en absoluto con la voluntad popular. Ésta solamente puede nacer de la libertad, de los espacios de discusión libres, no de los monopolios mediáticos, de la indiferencia, el conformismo o la sumisión. ¿Cómo podría pues reconocerse a un parlamento que no es sino la correa legislativa de la opresión? El mejor de los parlamentos es el que no existe. Por lo tanto, si una verdadera voluntad popular consiguiera expresarse, no podría hacerlo en ellos. Nunca como hoy nos hizo menos falta el parlamento –no hablemos ya de la política- y nunca como hoy dicho parlamento nos ha tiranizado tanto.
Los parlamentos no son la solución; son el problema. Sólo representan a la minoría dominante. El ritual seudodemocrático que los legitima, las elecciones, es una farsa. Nadie que no se haya resignado a los hechos consumados, a la razón de la fuerza, a la violencia capitalista, podrá reconocerse en ellos: la dignidad, la razón, la justicia se lo impiden. No puede hacer dejación de su conciencia y de su integridad en favor de la ley, pues ésta no es obra de personas ecuánimes y justas; es mas, si tal hiciera, estaría colaborando con la injusticia y la opresión. El interés real de la sociedad oprimida obliga moralmente a la desobediencia.
Que no se entienda nuestro rechazo del parlamentarismo como un rechazo de la democracia. Lo que abominamos es del Estado y de sus principales tentáculos, no de la democracia antiestatal, horizontal, asamblearia, la que realmente nos protegería. El Estado parlamentario, lejos de protegernos, simplemente nos atemoriza, nos amenaza, nos impone maneras de vivir sumisas. Nos permite existir bajo condiciones enteramente dispuestas por él.
“Existen leyes injustas: ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el principio?”
David Henry Thoreau
Thoreau, el padre de la desobediencia civil hizo lo último. Es evidente que una ley que reafirme el dominio de la clase dominante es una ley espuria, promulgada en comisiones espurias emanadas de parlamentos espurios. Y que debido a su naturaleza profundamente arbitraria y a su carácter discutible y dudoso, violente las conciencias que tratan de regirse por consideraciones éticas, apelando a la libertad y al bien común. La ley ilegítima ha de tropezar primero con el derecho a la defensa de las propias convicciones, y por lo tanto, con el deber de desobedecerlas. Pero las constituciones paridas por los parlamentos no reconocen por razones obvias ni la objeción de conciencia ni la desobediencia. Precisamente su carácter ilegítimo impulsa a los legisladores a defender mediante castigos ejemplares la farsa legal. De otra forma ofrecería facilidades para ser desenmascarados.
La ley electoral no prohíbe la abstención, puesto que ésta no altera los resultados; sin embargo obliga a participar en las mesas electorales a quienes son unilateralmente designados para ello, bajo pena de multas y prisión. No tiene en cuenta el conflicto posible entre la normativa electoral y los principios morales de los individuos. Estamos entonces ante un derecho conculcado por la norma jurídica, el de resistir a los mandatos de la autoridad –siempre usurpadora- que violan las convicciones morales; en resumen, el derecho natural a resistir la tiranía política.
La mayoría no son todos. A pesar de que una gran parte de la población, por inconsciencia, por costumbre, por beneficiarse de ello, o por cualquier otra razón, acepta irresponsablemente la autoridad estatal originada en los parlamentos -autoridad que consolida la desigualdad social y el dominio de una clase enquistada en la política y las finanzas- hay una minoría a la que repugna colaborar con la injusticia, negándose por razones de conciencia a acatar el ordenamiento vigente en materia de elecciones. Siente que como mínimo su derecho al desacuerdo ha estado conculcado y que su opinión no ha sido tenida en cuenta, por lo que recurre a la insumisión, enfrentándose a las leyes que regulan la servidumbre.
La insumisión electoral, más todavía que la abstención, es una forma pacífica de disidencia que se desprende de un no-reconocimiento personal de los partidos, el parlamentarismo y el Estado, entidades en las que el disidente no se siente representado. Es el rechazo concreto de una normativa odiosa e inicua que vulnera las convicciones libertarias del elegido. El insumiso, mediante su negativa a participar en nada que legalice políticamente la dominación, antepone su conciencia al nefasto ordenamiento legislativo, y decide arrostrar las consecuencias de su insumisión antes de dar un sólo paso hacia el atropello y la desigualdad. La insumisión es la cara opuesta a la servidumbre voluntaria típica de las mayorías ovejunas.
La tiranía opresora no duraría un segundo si nadie consintiera en sufrir su yugo. Cesando de aceptar la tiranía, sin ni siquiera necesidad de lucha, todos recobrarían la libertad. Pero revolcándose los individuos en el barro de la sumisión, se complacen en vivir como han nacido, sin exigir otro derecho que el que se les ha otorgado. No obstante, a pesar del empeño que ponen los dirigentes en envilecer a todo el mundo, siempre hay quien no acata de buena gana lo que antaño otros solamente acataron a la fuerza, y trata de recuperar al menos un poco de la libertad que a aquellos les arrebataron. A los insumisos, las palabras de Etienne de La Boëtie en tiempos en que los ejércitos de Henri II sembraban el terror en Francia les han de resultar familiares: “Resolveos a no ser esclavos y seréis libres. No se necesita para esto pulverizar al ídolo; será suficiente no querer adorarlo; el coloso se desploma y cae a pedazos por su propio peso, ya que la base que lo sostenía llega a faltarle.”
4 de junio de 2014