La rivalidad entre Real Madrid y Barcelona ha sido siempre motivo de discusiones de bar, debates en tertulias radiofónicas y merecedora de innumerables páginas en los periódicos deportivos. Una lucha de titanes alimentada por los aficionados que, sin importar la veracidad de los mismos, empleaban diversos argumentos para defender sus colores y colocar a su equipo por encima del eterno enemigo. La continua pelea entre ambos grandes no es nueva. Sin embargo, en los últimos años, ha aumentado la crispación, hasta el punto de que cualquier nimio detalle es válido para machacar o enaltecer (según toque) a uno de los dos gigantes en un contexto en el que a la autocrítica se la idolatra por su ausencia.
El maratón de clásicos de la pasada temporada sirvió para certificar la enajenación que sufrimos todos. Pendientes, como si la vida dependiera de ello, de los movimientos de unos y otros, de los cruces de declaraciones y los debates nocturnos.
Esta historia, que tiene más en común con el Infierno de Dante -jerarquías incluidas- que con el fútbol, la protagonizan personajes que tienen muy claro, definido e interiorizado su papel. Actores que, a veces, parecen olvidar que sus palabras son escuchadas por millones de almas y que pueden alimentar la caja de argumentos de las oscuras conspiraciones, las acusaciones, los robos, los fines de ciclo, las rupturas de relaciones y demás capítulos de la (pesada) novela.
Algo así ocurrió este verano con Platini. El presidente de la UEFA debió de olvidar por unos segundos que el mundo le estaba escuchando y se quedó tranquilo tras decir que a Leo Messi le protegían los árbitros. No contento con eso, emitió su propio juicio, y concluyó que esa protección - de la que, en sus palabras, no gozaron ni Zidane ni Pelé ni Maradona- le parecía bien. Huelga decir que las desafortunadas palabras de Platini encendieron de nuevo -si es que se había apagado alguna vez- la llama del intercambio de bombas de tozudez, donde lo mío siempre es lo mejor y el vecino nunca acierta.
Estas declaraciones vuelven a estar de actualidad porque este miércoles Cristiano Ronaldo, en el encuentro de Champions entre el Real Madrid y el Dinamo de Zagreb, recibió una pata de Leko -que no vio castigo en forma de cartulina- que provocó que el portugés tuviera que recibir puntos en su tobillo derecho al terminar el encuentro. Vale, protejamos a Messi. Es el mejor jugador del mundo y no queremos perderlo. Pero ¿sólo a Messi? Situaciones como las de anoche, no deberían repetirse. Pero es el trasfondo de la cuestión, más allá de la patada y de las palabras de Platini lo que preocupa.
En un idílico mundo en el que existiera la lógica, cualquier persona -colores aparte- podría darse cuenta de lo lejos que están llegando las cosas. En otros tiempos, menos molestos, la entrada de Leko a Cristiano se habría quedado en una salvaje entrada, y nadie hablaría de Pepe y Alves, de Platini, de la protección de los árbitros a Messi, de la crispación que provoca Mourinho ni demás asuntos que pretender justificar la guerra sin fin que estamos viviendo. Eran otros tiempos aquellos en los que el fútbol era fútbol, se discutía con los amigos y hasta podías elogiar al rival sin recibir insultos. Los culpables, además de los actores, somos nosotros mismos. Estamos todos contagiados con el virus de la crispación y, de momento, no parece haber antídoto.
Gran artículo de la señorita María Carbajo, creo que toca la tecla.
El maratón de clásicos de la pasada temporada sirvió para certificar la enajenación que sufrimos todos. Pendientes, como si la vida dependiera de ello, de los movimientos de unos y otros, de los cruces de declaraciones y los debates nocturnos.
Esta historia, que tiene más en común con el Infierno de Dante -jerarquías incluidas- que con el fútbol, la protagonizan personajes que tienen muy claro, definido e interiorizado su papel. Actores que, a veces, parecen olvidar que sus palabras son escuchadas por millones de almas y que pueden alimentar la caja de argumentos de las oscuras conspiraciones, las acusaciones, los robos, los fines de ciclo, las rupturas de relaciones y demás capítulos de la (pesada) novela.
Algo así ocurrió este verano con Platini. El presidente de la UEFA debió de olvidar por unos segundos que el mundo le estaba escuchando y se quedó tranquilo tras decir que a Leo Messi le protegían los árbitros. No contento con eso, emitió su propio juicio, y concluyó que esa protección - de la que, en sus palabras, no gozaron ni Zidane ni Pelé ni Maradona- le parecía bien. Huelga decir que las desafortunadas palabras de Platini encendieron de nuevo -si es que se había apagado alguna vez- la llama del intercambio de bombas de tozudez, donde lo mío siempre es lo mejor y el vecino nunca acierta.
Estas declaraciones vuelven a estar de actualidad porque este miércoles Cristiano Ronaldo, en el encuentro de Champions entre el Real Madrid y el Dinamo de Zagreb, recibió una pata de Leko -que no vio castigo en forma de cartulina- que provocó que el portugés tuviera que recibir puntos en su tobillo derecho al terminar el encuentro. Vale, protejamos a Messi. Es el mejor jugador del mundo y no queremos perderlo. Pero ¿sólo a Messi? Situaciones como las de anoche, no deberían repetirse. Pero es el trasfondo de la cuestión, más allá de la patada y de las palabras de Platini lo que preocupa.
En un idílico mundo en el que existiera la lógica, cualquier persona -colores aparte- podría darse cuenta de lo lejos que están llegando las cosas. En otros tiempos, menos molestos, la entrada de Leko a Cristiano se habría quedado en una salvaje entrada, y nadie hablaría de Pepe y Alves, de Platini, de la protección de los árbitros a Messi, de la crispación que provoca Mourinho ni demás asuntos que pretender justificar la guerra sin fin que estamos viviendo. Eran otros tiempos aquellos en los que el fútbol era fútbol, se discutía con los amigos y hasta podías elogiar al rival sin recibir insultos. Los culpables, además de los actores, somos nosotros mismos. Estamos todos contagiados con el virus de la crispación y, de momento, no parece haber antídoto.
Gran artículo de la señorita María Carbajo, creo que toca la tecla.