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    ¿Cómo innovar cuando no hay propiedad intelectual?

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    ¿Cómo innovar cuando no hay propiedad intelectual? Empty ¿Cómo innovar cuando no hay propiedad intelectual?

    Mensaje por Cani1710 Dom Feb 19, 2012 6:13 am

    Según el doctor en zoología de Oxford y divulgador de ciencia Matt Ridley, todos nosotros, en mayor o menor medida, estamos cautivos de una serie de prejuicios a propósito de la naturaleza de las ideas y de la innovación que no nos permiten abrir senda hacia el futuro. Al menos sin que la senda no esté llena de insidiosos guijarros.

    La gente sigue considerando que las ideas, cuando se alumbran, son de su propiedad, y que si alguien te roba tus ideas, entonces, te está robando el equivalente a tu coche o tu cartera.

    Sin embargo, las ideas no pueden ser una propiedad porque, desde el punto de vista jurídico, si yo copio la idea de alguien, ése alguien sigue poseyendo la idea original, su idea. Es más, como ya expliqué en otros artículos, la mejor forma de que se generen muchas ideas buenas en una comunidad es permitiendo que las ideas circulen libremente, de cabeza a cabeza, a modo de virus mental.

    El intercambio, en este caso, nos favorece a todos (la propiedad intelectual, por el contrario, subordina el interés colectivo al interés del supuesto creador de ideas, que en el fondo ha podido tener dicha idea gracias a las ideas que han circulado a su alrededor). El intercambio casi debería ser sagrado, tal y como propone el grupo sueco que ha fundado la religión del Kopimismo. Algunas de sus sentencias son: “La búsqueda de información es sagrada. La circulación de información es sagrada. El acto de copiar es sagrado.”

    El conocimiento crece exponencialmente cuanto más libre sea, tal y como explica el catedrático de Derecho de Stanford Lawrence Lessig en su libro Cultura libre, y la protección de las ideas nunca debe entrar en colisión con el bien común. O tal y como argumenta el economista Paul Romer (una de las 25 personas más influyentes de Estados Unidos según la revista Time y propuesto como candidato al Nobel de Economía: el progreso humano consiste en la acumulación de recetas para reordenar átomos en formas que eleven estándares de la vida.

    Y tal y como recuerda el divulgador científico Steven Johnson, basta con tener esta idea clara, que el intercambio, la asunción de que si tú me das tu idea y yo te doy la mía, ambos tendremos dos ideas y no una cada uno, para advertir el cambio de paradigma mental que se avecina con el desarrollo del mejor copista de ideas de la historia de la humanidad: Internet, un idóneo intercambiador de ideas, recetas, datos, bits, todos ellos copiables y digitalizables perfectamente a precio irrisorio y sin fronteras espaciotemporales de por medio. La propiedad intelectual, pues, resultaba jurídicamente discutible antes (ya Thomas Jefferson opinaba que era una barbaridad), pero ahora, con Internet, definitivamente resulta un constructo demasiado endeble y artificioso.

    En ese sentido, las patentes, tal y como ocurre con el concepto de propiedad intelecual, no favorecen tanto la innovación como la obstaculizan.

    Seguramente ahora estáis preguntado: sí, pero ¿de qué vivirían los creadores, entonces? Si bien las patentes o la misma propiedad intelectual pueden obrar como incentivos económicos a fin de que la gente invierta tiempo y esfuerzo en generar mejores ideas (por ejemplo, escribiendo un ensayo de 200 páginas), cada vez hay más evidencias que invalidan este supuesto.

    De hecho, la idea de que la propiedad intelectual beneficia la creación original posee tantos puntos débiles (históricos, psicológicos, meméticos, jurídicos…) que todavía asombra que personas inteligentes y cultas continúen defendiéndola. Ello es posible, de nuevo recurriendo a Ridley, a que la gente permanece cautiva del paradigma cultural en el que vive, por muy instruida que sea. Parece extraño imaginar que los individuos inteligentes y cultos puedan defender ideas estúpidas o irracionales, pero sucede todo el tiempo (yo mismo, quizá, estoy haciéndolo ahora con este artículo).

    Por ejemplo, si echamos la vista un poco atrás, descubriremos que los intelectuales de la época contemplaban con total normalidad el hecho de tener esclavos. Ni siquiera se cuestionaban moralmente el asunto. Un poco más acá, incluso las personas más formadas mantenían que los negros eran inferiores que los blancos. Y que las mujeres también lo eran respecto a los hombres.

    No estoy equiparando los defensores de los derechos de autor con los esclavistas o los racistas: establezco una analogía para evidenciar cuán ciego, moral e intelectualmente, puede estar un individuo frente a ideas que colisionen frontalmente con el paradigma cultural vigente.

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    Los paradigmas culturales son así, impermeables a los conocimientos e incluso a la lógica (lo cual podría explicar, en parte, cómo es posible que una persona culta, perfectamente formada en historia, física o antropología, defienda la Biblia o cualquier otro libro sagrado como una fuente fidedigna de conocimiento. También explica que, al menos en España, uno pueda reírse de las creencias no religiosas de una persona… pero, según la Constitución, no podamos hacerlo de las creencias religiosas. En otros países, te pueden poner una bomba por hacerlo).

    El paradigma cultural que sugiere que una idea es propiedad del que la alumbra (aunque lo haya hecho cinco minutos antes que el vecino del quinto), así como que ello permite explotar comercialmente dicha idea, es tan poderoso que, aún hoy, escritores tan dinámicos como Juan Gómez-Jurado tilda de “talibanes del todo gratis” a quienes defienden otro modo de hacer las cosas, donde, sí, puede entrar que todo sea gratis (al menos de forma directa); pero llamar talibanes a quienes defienden la gratuidad de la copia también permite llamar talibanes del todo no gratis al otro. Si leéis con atención su artículo, descubriréis que, entre la aparente visión de futuro, la crítica al actual modelo de negocio y demás, se esconde, muy en el fondo, el mismo miedo residual del paradigma cultural vigente: que no es justo que tengamos su trabajo gratis, que él puede vivir gracias a los derechos de autor (como si él fuera un ejemplo de escritor típico: solo viven de los derechos de autor los bestsellers), que no digas que una película o un libro son caros para luego bajar al bar y tomarte tres mojitos a 5 euros cada uno (confundiendo aquí términos como “valor” y “coste”), y otras tantas pinceladas que pretenden más evangelizar que aportar argumentos sólidos. El típico caso de carca que intenta ir de enrollao para colarte su discurso retrógrado (en este caso, seamos justos, mucho menos retrógrado que el de otros autores como Lucía Etxebarría... pero igualmente retrógrado si uno echa un vistazo a los fundamentos jurídicos que esgrimen expertos en propiedad intelectual como Lawrence Lessig, David Bravo o Javier de la Cueva).

    Pero, por un segundo, imaginemos que el paradigma cultural vigente está en lo cierto. Que Juan Gómez-Jurado tiene razón y que deberíamos ser buenos y procurar que los autores (bueno, los autores como Juan Gómez-Jurado, porque yo también soy autor y no coincido con sus ideas) reciban nuestro dinero, una cantidad de dinero que ellos consideren justa para continuar viviendo de lo que hacen (o para lo que ellos estimen oportuno, porque uno puede vivir con 100 euros al mes o con 100 millones de euros al mes, depende del rasero de cada uno). Bien, si nos ponemos a imaginar este supuesto como cierto… os explicaré qué ocurre en la próxima entrega de esta serie de artículos sobre la propiedad intelectual.

    Para ir abriendo boca, os dejo con la siguiente conferencia, donde el profesor Jorge Cortell dinamita algunos de los cimientos de dicho paradigma cultural y propone uno nuevo: la suidad. Las ideas no son mías ni tuyas, son suyas, de ellas mismas.




    Como adelantábamos en la primera entrega de esta serie de artículos sobre la propiedad intelectual, imaginemos que el paradigma cultural vigente está en lo cierto. Que tiene razón de ser. Que, sin él, se acabaría la cultura o quedaría muy mermada. Que los autores dejarían de ganar dinero. En ese supuesto, entonces, evitar que la gente intercambie información requeriría tal inversión de recursos, tal recorte de derechos fundamentales (los derechos de autor son derechos ordinarios, no fundamentales), tal criminalización de millones de usuarios, tal boicot al desarrollo de las telecomunicaciones… que uno empezaría a pensar que, francamente, sería una victoria pírica.

    Internet fue diseñado para el intercambio. Y la gente no intercambia porque sea mala o inconsciente. Intercambia porque está en su naturaleza, porque somos criaturas que se basan en la comunicación y la mimesis (hasta los ensayos sobre memética ya revelan cuán inútil es evitar que la gente deje de intercambiar). La gente intercambia más ahora que antes porque es más fácil y barato que nunca (antes también lo hacía, pero a través de relatos orales, o con musicasetes). La gente, en definitiva, intercambia porque es legal.

    Y los “talibanes del no todo gratis” podrán poner todas las puertas al campo que quieran, pero la única manera de detener esto es que quemen el campo entero, con ellos dentro. Basta con tener un poco de imaginación: hace diez años nadie era capaz de imaginar la actual situación en Internet; hace cinco tampoco se imaginaba nadie que la mayoría de nosotros llevaría un dispositivo conectado a Internet en el bolsillo. En 20 años, es probable que toda la cultura de la humanidad esté flotando en el ambiente, como una suerte de infoesfera. O bastará con que yo le dé mi mano a un amigo para intercambiar con él todo lo que a mí me gusta (libros, música, cine, reflexiones, ideas), todo clasificado, ordenado, toma, ahí lo tienes, para que me conozcas mejor, mi sello personal, funde las partes que te gusten con las tuyas. Los mejores amigos serán los que más cosas de su memesfera compartan.

    Basta con alejarse un poco del propio ombligo, hacer un zoom out y abrir el campo de la perspectiva para advertir que la industria que ahora patalea, así como los autores que siguen diciendo “qué hay de lo mío” son, a grandes rasgos, muy similares a los luditas que destrozaban telares mecánicos durante la Revolución Industrial porque les quitaban el trabajo; parecidos a los que criticaron ferozmente la imprenta; parecidos también a los que vieron en el gramófono el fin de la música. Parecidos, si los hubiera, a los que se rasgarían las vestiduras si alguien inventara una máquina para copiar jamones:




    La mayoría de ellos, aunque cada vez más marginales y pintorescos, acabarán muriendo sin cambiar ni un ápice sus ideas. Sí, las irán atenuando sobre la marcha, las matizarán, se presentarán como adalides de la cultura libre regalando alguna de sus obras por la patilla, en plan enrollados, aunque nunca abogando por la anarquía ni el “todo gratis” (nunca una expresión, por cierto, se ha repetido tanto y ha significado tan poco, como lo de las “antiguas pesetas” o “el fútbol es el fútbol”).

    Pero estoy bastante convencido de que, al desaparecer, estos personajes serán recordados como otros tantos que en el pasado se agarraron con uñas y dientes a lo que les convenía a ellos, esclavos del paradigma cultural vigente, temerosos del cambio, ciegos a la perspectiva y al futuro.

    Sin embargo, la gran sorpresa, lo más extraño de todo esto, es que el futuro se presenta más halagüeño que nunca no solo para la gente en general sino también para los generadores de ideas (tanto si se quejan o no): tendrán mejores ideas y ganarán más dinero que nunca con ellas (hablo en general, claro: un Bisbal o un Bestseller son figuras en peligro de extinción… afortunadamente). Ignoro si se confeccionará un modelo de negocio parecido al de Megaupload, una especie de Netflix más universal, con una cuota fija que muchos de nosotros pagaremos de buena gana (no la pagaremos para dar dinero al autor, sino porque será más cómodo descargar “gratis”).

    O si, por el contrario, todo se ofrecerá gratis y los ingresos de los autores vendrán por otro lado: tal y como sucede ya con la radio, los blogs, el product placement de algunas producciones, la participación de los consumidores en forma de mecenazgo o crowfounding, etc. Tal vez sean las empresas de telecomunicaciones las que finalmente crearán contenidos: sus grandes ingresos se producen porque nos interesa intercambiar contenidos, así que cuantos más contenidos haya, más ingresos recibirán. De lo que sí estoy seguro es que no se optará por pagar para evitar el “todo gratis” o para que un autor gane millones de euros por una simple novela o una canción. Se pagará porque psicológicamente nos parecerá asumible o porque nos compensará para evitarnos el esfuerzo de ir buscando los contenidos entre bosques de enlaces. Se pagará porque hay un incentivo para pagar, no porque nos hayan evangelizado y seamos finalmente más buenas personas. Cualquier opción escogida finalmente (o temporalmente) no podrá ser juzgada por la moral o la ley sino a través de la psicología, la economía o el progreso de la tecnología. Como siempre ha sido, desde los albores de la humanidad.

    Retrocedamos al primer siglo d. C., cuando Herón de Alejandría inventó una “eolípila” o máquina de vapor, empleándola para abrir las puertas del tempo. La noticia del invento y sus detalles se propagó tan lentamente y entre tan pocas personas que tal vez nunca llegó a los diseñadores de carrozas. La astronomía ptolemaica jamás fue usada para la navegación porque los astrónomos y los marineros jamás se reunían.

    Pero los viajes, primero, y las telecomunicaciones, después, diseminaron la información a una velocidad mucho mayor. En 1895, por ejemplo, de 46 grandes invenciones, el tiempo que se tardó para que surgiera la primera copia en competencia fue de 33 años. En 1975, fue de tres años.

    Resulta irónica, pues, la relación amor-odio que mantenemos con las telecomunicaciones. Por un lado es evidente que facilitan la innovación y la mejora de los inventos (el teléfono se apareó con el ordenador para producir Internet; la cápsula endoscópica surgió entre un gastroenterólogo y un diseñador de misiles). Sin embargo, no consentimos que los demás usen nuestras ideas para crear nuevas ideas mejores, porque nos sentimos robados (un sentimiento inculcado artificialmente, como antaño se consideraba un oprobio trabajar a cambio de un salario).

    Tal y como lo explica Matt Ridley en su libro El optimista racional:

    "Las tecnologías surgen de la reunión de tecnologías existentes para formar enteros que son mayores que la suma de sus partes. Henry Ford alguna vez admitió con gran sinceridad que él no había inventado nada nuevo. Él “simplemente había ensamblado en la forma de un automóvil los descubrimientos de otros hombres, detrás de los cuales había siglos de trabajo”. Así que los objetos, en su diseño, delatan su descendencia de otros objetos: ideas que engendran y dan a luz otras ideas. Las primeras hachas de cobre de hace cinco mil años tenían la misma forma que las herramientas de piedra pulida que se utilizaban comúnmente entonces. Sólo después, conforme se fueron entendiendo las propiedades de los metales, se hicieron mucho más delgadas. El primer motor eléctrico de Joseph Henry era sorprendentemente parecido a una máquina de vapor de Watt. Incluso el transistor de los años cuarenta era un descendiente directo de los rectificadores de cristal inventados por Ferdinand Braun en 1870, que eran utilizados para fabricar receptores de radio con “detectores de bigotes de gato” a principios del siglo XX. Esto no siempre es obvio en la historia de la tecnología porque a los inventores les gusta negar a sus ancestros, exagerando la naturaleza revolucionaria y sin precedente de sus hallazgos, si es posible quedándose con la gloria (y en ocasiones con la patente) para ellos solos."

    Por su parte, la industria de software de código abierto, con productos como Linux y Apache, está poniendo de manifiesto el poder del intercambio, floreciendo gracias al altruismo (y a la necesidad humana de crearse una reputación entre sus pares, naturalmente).

    Incluso Microsoft se ha visto forzado a adoptar sistemas de código abierto y la “informática en nube” (compartida en la red) está difuminando la línea entre la informática libre y la de propietario. Algo parecido sucede con Wikipedia. Todos ellos productos que evidencian que el más astuto programador de una empresa difícilmente será igual de inteligente que el esfuerzo colectivo de miles de usuarios.

    Sigue Matt Ridley:

    La industria de juegos de ordenador también está siendo progresivamente tomada por sus jugadores. En producto tras producto de Internet, la innovación es impulsada por lo que Eric von Hippel llama “usuarios líderes de libre revelación”: clientes que felizmente comparten con los fabricantes sus sugerencias para mejorar el producto, así como sus descubrimientos inesperados sobre las posibilidades de los nuevos productos. (…) En otras palabras, pronto podríamos estar viviendo en un mundo poscapitalista y poscorporativo en el que los individuos serán libres de reunirse en pequeños grupos para compartir, colaborar e innovar, en donde los sitios de Internet permitirán que las personas encuentren empleados, empleadores, clientes y compradores en cualquier lugar del mundo.


    En definitiva, en su día los derechos de autor y las patentes ejercieron su función, como explican soberbiamente Joost Smiers y Marieke van Schijndel en Imagine… No copyright (un libro de obligada lectura para todo aquél que siga pensando que, sin derechos de autor, los autores lo tendrían negro). Pero el mundo está cambiando a nivel tecnológico de tal forma que la mayoría de nosotros todavía no nos hemos dado cuenta de ello. El mundo está volviendo a funcionar de abajo hacia arriba, y los años en que las cosas operaban de arriba hacia abajo están llegando a su fin.


    Un articulo muy bueno que quería compartir, es un tocho, pero espero que lo lean, es estupendo :)


    P.D: http://www.xatakaciencia.com/telecomunicaciones/como-innovar-cuando-no-hay-propiedad-intelectual-y-ii

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