Un amigo dio una fiesta cuando cumplió los 30 años. Pensaba: "más allá de los anuncios y las series de la tele, adiós a una etapa, la de veinteañeros y el comienzo de otra." O no, ¿qué ha cambiado del cumple celebrado hace cinco o seis años? Para algunos el curro, para otros la pareja que llevan al lado. Si en generaciones atrás, llegar a la treintena era ser un adulto en periodo de pruebas, hoy no hay fecha de caducidad y los 30 se convierten en una prórroga. Muchos, ya han sobrevivido a más de un naufragio, sentimental o laboral, y ahora si la suerte sonríe es el momento de aprovechar que la nómina viene más alta.
A mitad de camino, con una adolescencia que es material para la nostalgia, una primera juventud recuerdo de locuras y una edad madura que parece tan lejana, los 30 nos dan confianza. Hay quien dice: "no siento la diferencia, ¿líos, rollos?, los que me apetezcan, pero sin una implicación emocional, que luego te enamoras y lo pasas fatal"
Uno se siente especialmente "impar" cuando se llega a esta edad. El retrato robot de los asistentes a la fiesta de mi amigo era: clase media, estudios universitarios, trabajo con sueldo aceptable y viviendo solos o en pareja en pisos que están pagando o de alquiler. El estilo de ocio es prácticamente igual al de la adolescencia, y no buscan relaciones estables. Aunque cuando las encuentran, suelen aferrarse a ellas y reniegan poco a poco de todo el modo de vida anterior.
En fin, sin saber si nos quedaremos en un monólogo permanente, si seremos "impares" toda la vida, pero con deseo de un futuro estable, herederos de los yuppies de los 80, los treintañeros estamos más preocupados por la próxima reunión que por el desengaño que viene. En medio del camino, con el disfraz de niños y niñas tardíos, sospechamos que cualquier cartel indicador miente al informar de las distancias.
"Que todos nos veamos cuando tengamos cuarenta años", concluyó mi amigo... ¡Que así sea!