Esto estaba en mi libro de lengua, artículo precioso de nuestra lengua
Una mañana, en el hotel Plaza de Nueva York, no había acabado de despertar cuando oí voces en el pasillo que hablaban un castellano muy dulce. En el sopor de la conciencia tuve un pensamiento feliz: por fin la excelsa lengua de Cervantes había conquistado la cima del Imperio, según había soñado Nebrija. Eran unas chicas mexicanas que estaban pasando la aspiradora. Poco después una joven colombiana llamó a mi puerta para arreglar la habitación. Mientras limpiaba el lavabo un día me contó algunas peripecias de su vida con las palabras más puras de nuestro idioma. No sé inglés y como no soy científico ni hombre de negocios, no lo necesito. A cualquier parte de Estados Unidos adonde vaya siempre encontraré un camarero, una cajera, un maletero, un abrecoches, cualquier cocinero que me saque del apuro.
El emperador Carlos V dijo que utilizaba el italiano para hablar con las damas, el francés para hablar con los hombres y el castellano para hablar con Dios. Hoy en Nueva York sólo usaría nuestro idioma para departir con los criados, como hago yo que no soy nadie. Cuando camino por Manhattan y suena a mi alrededor la lengua de Cervantes, vuelvo la cara y normalmente se trata de alguien que está descargando bultos o va tirando de una carretilla. El simple hecho cuantitativo de que hablen castellano 400 millones de personas y que suene en el lugar más extraño del mundo donde se haya afincado un emigrante latinoamericano, hace que los españoles no necesitemos el inglés vitalmente, lo cual juega en nuestra contra. Sin duda, la minoría hispana ya ha accedido en Norteamérica al gran consumo y constituye también una fuerza electoral, por eso los políticos en los mítines balbucean algunas palabras en castellano y los ejecutivos de las multinacionales consideran una ventaja hablarlo bien, pero a la hora de firmar un contrato internacional y de acceder a las últimas conquistas del cerebro humano, la lengua de Cervantes no cuenta para nada. Hay que saber inglés. En este sentido conviene inculcar a nuestros escolares una idea básica: el castellano sirve para soñar, para rezar, para escribir bellas historias, para rememorar grandes hazañas del pasado, pero no interviene en absoluto en la economía mundial ni en el pensamiento científico. Su zona de máxima influencia está en los sótanos del Imperio, donde se friegan los platos y se cargan los paquetes.
Cuando oigo hablar mi idioma en Nueva York sé que lo pronuncia un hermano. Voy hacia él y lo abrazo.
Una mañana, en el hotel Plaza de Nueva York, no había acabado de despertar cuando oí voces en el pasillo que hablaban un castellano muy dulce. En el sopor de la conciencia tuve un pensamiento feliz: por fin la excelsa lengua de Cervantes había conquistado la cima del Imperio, según había soñado Nebrija. Eran unas chicas mexicanas que estaban pasando la aspiradora. Poco después una joven colombiana llamó a mi puerta para arreglar la habitación. Mientras limpiaba el lavabo un día me contó algunas peripecias de su vida con las palabras más puras de nuestro idioma. No sé inglés y como no soy científico ni hombre de negocios, no lo necesito. A cualquier parte de Estados Unidos adonde vaya siempre encontraré un camarero, una cajera, un maletero, un abrecoches, cualquier cocinero que me saque del apuro.
El emperador Carlos V dijo que utilizaba el italiano para hablar con las damas, el francés para hablar con los hombres y el castellano para hablar con Dios. Hoy en Nueva York sólo usaría nuestro idioma para departir con los criados, como hago yo que no soy nadie. Cuando camino por Manhattan y suena a mi alrededor la lengua de Cervantes, vuelvo la cara y normalmente se trata de alguien que está descargando bultos o va tirando de una carretilla. El simple hecho cuantitativo de que hablen castellano 400 millones de personas y que suene en el lugar más extraño del mundo donde se haya afincado un emigrante latinoamericano, hace que los españoles no necesitemos el inglés vitalmente, lo cual juega en nuestra contra. Sin duda, la minoría hispana ya ha accedido en Norteamérica al gran consumo y constituye también una fuerza electoral, por eso los políticos en los mítines balbucean algunas palabras en castellano y los ejecutivos de las multinacionales consideran una ventaja hablarlo bien, pero a la hora de firmar un contrato internacional y de acceder a las últimas conquistas del cerebro humano, la lengua de Cervantes no cuenta para nada. Hay que saber inglés. En este sentido conviene inculcar a nuestros escolares una idea básica: el castellano sirve para soñar, para rezar, para escribir bellas historias, para rememorar grandes hazañas del pasado, pero no interviene en absoluto en la economía mundial ni en el pensamiento científico. Su zona de máxima influencia está en los sótanos del Imperio, donde se friegan los platos y se cargan los paquetes.
Cuando oigo hablar mi idioma en Nueva York sé que lo pronuncia un hermano. Voy hacia él y lo abrazo.