ROCK PARA PRINCIPIANTES
Estremécete, repica, rolea
Hablamos propiamente de rock cuando nos referimos a un estilo musical determinado creado por la subcultura juvenil anglosajona que se extendió como aceite sobre agua en todos los países donde las condiciones modernas de producción y consumo habían sobrepasado un cierto nivel cualitativo, es decir, donde el capitalismo había alumbrado una sociedad de masas. El fenómeno cuajó primeramente en los Estados Unidos durante la última posguerra mundial, el país capitalista más desarrollado, desde donde pasó a Inglaterra, para volver como un boomerang al país de origen irradiando su influencia por todas partes, amueblando y cambiando de diferentes maneras la vida de las gentes. Para aproximarnos al rock sin equívocos tendríamos antes que repasar los conceptos de subcultura, música y juventud.
La palabra “subcultura” hacía referencia a las conductas, valores, lenguajes y símbolos de un entorno diferenciado -étnico, geográfico, sexual o religioso- dentro de la cultura dominante, que era y es, por supuesto, la cultura de la clase dominante. A partir de los sesenta, una vez operada desde arriba la separación entre la cultura de elites, reservada a los dirigentes, y la cultura de masas, hecha para uniformizar a los dirigidos, idiotizarles el gusto y brutalizar los sentidos -entre la high culture y la masscult, según la terminología de Dwight McDonald- el término expresará más bien estilos de vida consumista alternativos, de alguna forma reflejados en la música que en principio se llamó “moderna” y luego pop. El mecanismo de identificación que producía la subcultura juvenil era efímero, pues quedaba contrarrestado por el carácter pasajero de la juventud. En esa etapa volátil de la vida, sin responsabilidad ni función económica, con un proletariado que no daba señales de lucha, la noción de subcultura se podía confundir perfectamente con la de moda, y la de libertad, con la de look. El papel de los medios de comunicación, que apenas se ocupaban de las subculturas tradicionales, será decisivo en la difusión de las modas juveniles. En ellas se ocultaba una realidad más preocupante. Si bien la oposición al mundo adulto se mostraba como crisis generacional, se trataba en realidad de una crisis social irresuelta. Sin embargo, sucedió que la “eterna crisis de la juventud” acabó confluyendo con otros tipos de crisis -estudiantil, laboral, racial, política- forjando una auténtica opción ética, artística y social a los valores y maneras de la dominación. El rock fue su banda sonora. Ya no se la podía llamar subcultura, pues no buscaba acomodo dentro de la cultura dominante tal como habían hecho los estilos precendentes –por ejemplo, los de las bandas de barrio y de moteros en los Estados Unidos, o los de los teddy boys y mods en la Gran Bretaña- sino que la subvertía y trataba de derrocarla: era una verdadera “contracultura”, algo mucho peor, porque no sólo era cosa de jóvenes.
Por otra parte, la pop music tiene que ver muy poco con lo que se entiende por música. Bien que técnicamente se la pueda considerar una organización de sonidos en el tiempo, no estábamos ante un arte, sino más bien ante un producto de la industria del ocio, una mercancía del show bussiness. Traduciremos el término por “música ligera” en contraposición a la gran música o música genuina, que por aquel entonces pasó a denominarse “clásica”. Se caracterizaba por la simplificación y la estandarización; estaba hecha para acompañar el baile y servir de pasatiempo y evasión. Sus piezas eran cortas, repetitivas y sincopadas, predecibles, sin pretensiones estéticas. No pretendían revelar la esencia de la realidad al nivel inmediato, tal como haría el arte, sino animar y distraer. Aspiraban a entretener, no a desafiar lo establecido. Así pues, era una música para pasarlo bien y matar el tiempo, para consumir y no pensar. Música que hacía de caballo de Troya de la razón mercantil en la vida cotidiana. Theodor W. Adorno dijo que “divertirse significa estar de acuerdo” y fundamentalmente era eso: las tonadas de baile representaban musicalmente sublimados los ritmos del trabajo y del malvivir cotidiano. Promovían el conformismo más que la rebeldía. La cultura de masas de la que formaban parte tampoco era propiamente una cultura sino una industria particular que prendía en la vida cotidiana a través de la comunicación de masas. Quien mandaba en los medios dominaba en dicha cultura que, lejos de iluminar y agudizar las contradicciones de la sociedad capitalista, las enturbiaba y difuminaba volviéndolas soportables. Era la característica principal del nuevo capitalismo basado en el consumo, o sea, en la industrialización del vivir. Pues bien, aunque la pop music no fuera ninguna expresión de la situación social de la clase explotada, pudo en un momento dado y bajo determinadas circunstancias, transformarse en vehículo de las exigencias de libertad manifestadas por el sector de la población menos amaestrado y más sensible a la crisis, los jóvenes. Llegó a ser pues portadora de verdad, que, de acuerdo con Hegel, también es belleza, y a manifestar espontaneamente, de forma subjetiva e incompleta, apelando a los sentidos –o a las ”buenas vibraciones”- más que a la razón, el espíritu de la revolución social moderna.
En tercer lugar, la juventud, ese periodo entre la infancia y la vida adulta, más largo en los hijos de burgueses, cortísimo en los hijos de trabajadores, no tenía nada de particular en el capitalismo clásico. Era un periodo de iniciación a la vida “responsable” donde no acampaban otros principios ni otros gustos más que los establecidos. El descubrimiento de una juventud rebelde y conflictiva que cuestionaba las reglas del mundo de los mayores fue traumático tanto para la clase dominante como para las clases resignadas, pues ambas eran patriarcalistas. Un medio de comunicación como el cine permitió por un tiempo a algunos creadores intelectualmente honestos dejar de trasmitir los mensajes del poder y tratar alguno de los desagradables aspectos de la cruda realidad. La segunda guerra mundial fue seguida por la “guerra fría”, una época de tensión política exacerbada por la fabricación rusa de la bomba atómica, la subida al poder en China de Mao Zedong y el inicio de la guerra de Corea, acontecimientos que desencadenaron en los Estados Unidos una ola de patriotismo y anticomunismo bien aprovechada por el senador Joseph McCarthy, organizador de una “caza de brujas” que alcanzó de lleno el trabajo intelectual y artístico. Los años del “macartismo”, entre 1950 y 1956, fueron nefastos para las libertades formales que habían regido la cultura de un Estado que, al convertirse en primera potencia mundial, se sentía amenazado en su interior. En ese clima sofocante, cualquier muestra de disidencia era tachada de comunista y tratada con contundencia. En el cine, la condición obrera era tabú; los sindicalistas no podían aparecer sino como mafiosos, y los héroes, como delatores, tal como enseñaba la película de Elia Kazan “La ley del silencio.” La cuestión racial no se llegó a plantear al gran público hasta 1960 con “El Sargento negro”, de John Ford, y la novela de Harper Lee “Matar a un ruiseñor”, llevada a la pantalla en 1962. Sin embargo, el problema juvenil, ignorado por los nuevos inquisidores, accedió a la publicidad sin grandes cortapisas. En 1953 se exhibía en las salas de cine “El salvaje”, de Laszlo Benedek, que trataba de un hecho verídico: la invasión de un pueblo apacible por una banda de motoristas violentos con ganas de juerga. El contraste entre el apego al orden de los vecinos y la conducta irrespetuosa y carente de normas de los jóvenes moteros llegaba al clímax cuando a la pregunta de contra qué se rebelaban, el protagonista, encarnado por Marlon Brando, contestaba: “contra todo”. El nihilismo del mensaje escandalizaría a los dirigentes; la firma “Triumph” protestó por la mala imagen que se confería a sus motos y el gobierno inglés no permitió la exhibición de la película hasta 1967 y eso ¡en salas X! En 1955 un segundo film titulado “Rebelde sin causa”, dirigido por Nicholas Ray, daría una vuelta de tuerca al tema, llevándolo de los márgenes al centro de la sociedad americana: un joven de clase media, interpretado por James Dean, agobiado e insatisfecho, perdido en un medio social que no entendía ni quería entender porque lo encontraba absurdo, reaccionaba permitiéndose cualquier cosa, sin motivo aparente, sólo “porque algo había que hacer.” La imagen de un adolescente violento y desamparado, convencido de que no había futuro que valiese la pena y de que sólo restaba vivir el instante intensamente como si uno fuera a morirse ese mismo día, dando la espalda al mundo adulto insensible a su desasosiego, reflejaba la decadencia moral de una sociedad clasista que en lugar de respuestas ofrecía dólares. La vieja generación, satisfecha y resignada, incapaz de ver otra cosa fuera de sí misma, se había vuelto extraña para la nueva. El cuadro quedó completo con Blackboard jungle, de Richard Brooks, también estrenada en 1955, que en España se llamó “Semilla de maldad”. La escena transcurría en un instituto de barrio, donde jóvenes de hogares obreros, que ahora diríamos “desestructurados”, atrapados en un sistema de enseñanza que no les iba a ser de ninguna utilidad para la vida dura que les esperaba al cumplir los dieciocho años, la emprendían contra los profesores y la escuela. La indisciplina y la delincuencia era la respuesta a la falta de perspectivas y el destino reservado a los perdedores. El detalle musical marcará la diferencia con los dos films anteriores. La banda sonora de “El salvaje” era jazz y la de “Rebelde sin causa” estaba hecha por un compositor de música dodecafónica discípulo de Schömberg. En cambio, en “semilla de maldad” los alumnos destrozaban la colección de discos de jazz del profesor de matemáticas porque esa música no les decía nada. Lo que querían escuchar eran canciones como Rock around the clock de Bill Halley, catapultada al éxito por la película. Había nacido un nuevo estilo, desconocido por los padres, pero que hacía furor entre los hijos, el rock and roll, signo pues de una crisis generacional profunda, o mejor, de una crisis social seria sentida mayoritariamente por los jóvenes.
El blues del verano no tiene cura
En una ocasión, Willie Dixon, músico, compositor e intérprete de blues, dijo más o menos eso: “El blues fue el árbol. El resto son los frutos.” Había sintetizado en una frase clara la historia del rock. El rock and roll fue cosa de negros. Lo había creado en 1955 un guitarrista de rhythm and blues llamado Chuck Berry, al grabar y triunfar con Maybelene, la adaptación de una canción country. El rock nacía pues, como todo el mundo sabe, de una fusión entre rhythm’n’blues y música “paisana”, que es lo que significa “country”. Elvis Presley había grabado un año antes That’s allright mama, pero al parecer nadie se dio por enterado. ¿Cuáles eran las condiciones que habían hecho posible su aparición? En primer lugar, evidentemente, la crisis social y moral antes aludida, manifiesta principalmente en la juventud. En segundo lugar, la música de una minoría discriminada, la afroamericana. En 1947 el periodista Jerry Wexler había bautizado como rhythm’n`blues un nuevo estilo de boogie más conocido entre sus intérpretes como jump blues, que pegaba duro en las listas de éxitos “de raza” y tenía la particularidad de atraer a compradores blancos de discos. En 1951, un programa juvenil de radio de Cleveland trasmitió esa música llamándola rock’n’roll, expresión que solía aparecer en las letras de los blues acelerados. Los jóvenes blancos habían descubierto todo un mundo en la música negra. Cuenta John Sinclair en su libro Guitar Army que los músicos negros fueron los “jinetes de la libertad” que se introdujeron en los hogares blancos y sedujeron a sus retoños atacando todos los tabúes. Los hijos entonces se sintieron mucho más cerca de la gente de color que de sus padres. Su música les enseñaba una nueva manera de amar y comportarse, más desinhibida, más fraternal y, sobre todo, mucho más erótica; les mostraba una sexualidad abierta y, lo que era intolerable, les incitaba a fumar hierba. Había vida más allá del trabajo, fuera del instituto y lejos del sofá frente al televisor. De hecho esa era la verdadera vida, la que, dicho filosóficamente, borraba la distinción entre el sujeto y el objeto. El rock’n’roll era más que entretenimiento; era la música del rechazo; rechazo de la moral hipócrita y de la cultura oficial. Al poner el acento en el ritmo antes que en la armonía, hacía sentir mejor el antagonismo entre la pasión de vivir y el aburrimiento cotidiano, de la que los jóvenes trataban de salir mediante la violencia y la transgresión, pero sin llegar a vislumbrar la situación de forma objetiva y racional. Era la música del desarraigo, del despertar, del movimiento, pero no de la catarsis revolucionaria. La identidad juvenil que proporcionaba no bastaba para provocar un cambio social, pero apuntaba tímidamente hacia él. Una contradicción impedía la toma de conciencia social. La juventud rebelde despreciaba el trabajo, pero consumía: negaba el mostrador y la fábrica, pero no la mercancía, así que al buscar una identidad basada en la música, la ropa o la moto, se encontraba simplemente con una imagen cuyo contenido era su valor de cambio. La juventud era realmente un mercado nuevo, en expansión. Tengamos en cuenta que el rock’n’roll, su estandarte musical, no dejaba de ser un producto de la industria cultural, de las listas de éxitos, de las compañías discográficas nuevas, como Modern, Atlantic, Chess o Sun Records, del cine y la radio; de los últimos inventos de la tecnología musical, los discos de 45 rpm y los de 33 1/3 rpm, las gramolas, los tocadiscos, los amplificadores. Esa era la tercera condición que llevó el rock al bar, a la sala de estar y al cuarto de dormir, es decir que la introdujo en la vida cotidiana. Por primera vez, se podía escuchar música a cualquier hora, en cualquier sitio y a todo volumen, una música cuyo instrumento principal era la guitarra, no el piano o la voz. Para Leni Sinclair, la mujer de John, “el punto de inflexión de la civilización occidental se alcanzó con la invención de la guitarra eléctrica.” Fue el instrumento del cambio. Las primeras Gibson y Fender se convirtieron en fetiches fálicos aptos para componer frases musicales cortas o riffs como las de aquel memorable blues eléctrico Manish boy, grabado en 1955 por Muddy Waters. La guitarra volvía innecesaria la orquesta; a lo sumo tres o cuatro músicos eran suficientes para el acompañamiento. Chuck Berry y Bo Diddley fueron los primeros rockeros que escribían sus propias canciones para la guitarra puesto que no sabían tocar otro instrumento; sirvieron de modelo a sus imitadores blancos y les proporcionaron manifiestos como la muy emblemática Rock and roll music y el Who do you love? Uno de ellos, Buddy Holly, se hizo acompañar por una guitarra rítmica, un bajo y una batería, creando el cuarteto básico que modelaría la mayoría de grupos de pop rock de los sesenta. Otros artistas afroamericanos como Little Richard y Larry Williams, por ejemplo, sin ir más lejos, en Lucille y Bonnie Moronie, mostraron el camino prohibido de la sensualidad; Elvis Presley hizo el resto. Tenía la ventaja de ser blanco en una sociedad racista que difícilmente toleraba el éxito de los negros, por lo que su personaje fue determinante en el ascenso y posterior caída del rock.
El rock conservaba una cierta autonomía creativa que lo protegía de la manipulación por el espectáculo, pero eso duró poco. El show bussiness creció lo suficiente para anular su poder negativo y obligarle a mantener una relación cordial con el orden establecido. A partir de 1957 el rock’n’roll fue corrompiéndose y transformándose íntegralmente en montaje. La actitud rebelde fue sustituida por una identidad gregaria que conformaba un público obediente al dictado de la moda en lugar de un sujeto colectivo autónomo. Un montón de “ídolos” adolescentes, bien peinados, vestidos con corrección y melífluos, entonaban coplas rutinarias y sensibleras que, junto con la moda de los bailes que debutó con el twist, dominaron la escena lo menos hasta la aparición de los Beatles. El rock volvía al redil de la pop music comercial, divertida y fiestera, ocultando las desigualdades sociales, la angustia y la insatisfacción, moderando su lenguaje para hacerlo agradable al gusto dominante, el gusto de la dominación. Adorno dijo que “la diversión es la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío.” Pues bien, de piedra en el zapato de la cultura masificada, el rock pasaba a rito de iniciación de la juventud en el sistema capitalista. Elvis volvió de la mili cambiado, hecho una grotesca caricatura de sí mismo. Viva las Vegas no era lo mismo que Heartbreak hotel o Jailhouse rock. Las figuras principales se eclipsaron; en febrero de 1959 Buddy Holly y Richie Valens se estrellaron en una avioneta; un año más tarde Eddie Cochran se mató al chocar su automóvil contra una farola. “Vive rápido, muere jóven y deja un bonito cadáver”, había dicho hacía mucho Bogart en la película de Nicholas Ray “Llamad a cualquier puerta.” El rock había quemado su momento y estaba literalmente muerto, pero el difunto no tuvo tiempo de descansar. Un paso adelante en el negocio tuvo la virtud de ser un paso adelante en la contradicción al surgir de la nada una nueva música menos complaciente: una segunda generación de jóvenes encontró en ella estímulos suficientes para no encerrarse en la mera identidad y continuar la batalla contra el viejo mundo, más preparado para enfrentarse con una crisis de mayor calado incubada en el periodo precedente, pero también más descompuesto, más irracional y más inadmisible. Entrada la década de los sesenta, el rock recuperó el elemento de libertad subjetiva perdido que le situó de nuevo en la antítesis de la cultura estatista de masas.
Realmente me has cazado
En lo que concierne al rock, al empezar los sesenta, la escena americana contaba con nuevos aportes. Por un lado, se disponía de una nueva progenie de arreglistas, ingenieros de sonido y compositores pop talentosos. Por el otro, el rhythm’n’blues había adquirido complejidad hasta desembocar en la música soul, una de cuyas versiones suavizadas para blancos, la música del sello de Detroit Tamla Motown, había adquirido una espectacular notoriedad. Canciones como Dancing in the streets o Louie, Louie se volvieron imprescindibles en cualquier party o guateque. Finalmente, resurgió el folk de la mano de Woody Guthrie, el que llevaba grabada en la guitarra la inscripción “esta máquina mata fascistas”, y de Pete Seeger, el de We shall overcome. Maridado con el radicalismo ideológico dio lugar a la “canción protesta”, idónea para interpretarse en las marchas pacifistas de la época en pro de los derechos civiles y contra la segregación racial. Una larga lista de cantautores comprometidos se dieron cita en las luchas sociales emergentes, pero Bob Dylan, el que menos se prestó a figurar políticamente, fue a mucha distancia el de mayor influencia. Algunas de sus canciones, de Blowin’ in the wind a Like a rolling stone, pasando por The times are a-changin’ e It’s all over now, baby blue, llegaron a ser himnos imperecederos. Pero lo que realmente revolucionó la escena musical fue su aparición tormentosa en el festival de Newport de 1965 con la guitarra Stratocaster en lugar de la acústica, junto a Mike Bloomfield y Al Kooper. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes de Maggie’s farm parecía que actuaba una banda de blues de Chicago. Su música tendía puentes con el rock sesentero, tal como Jimi Hendrix, Manfred Mann, Julie Driscoll, The Band y especialmente los Byrds se encargaron de proclamar, o incluso con el pop meloso de los Walker Brothers, y llevaba el espíritu contestatario más allá de los circulos universitarios politizados amantes de la canción folk. Sus canciones no deleitaban, pero sorprendían porque chocaban con todas las convenciones. No estaban hechas para consumirlas, sino para fijarse en ellas, en su poesía y en su mensaje. La poesía de Dylan enlazaba con la obra de los escritores de la generación beat como Kerouac y Burroughs, que empezaba a ser conocida. El poeta Allen Ginsberg hizo de puente. El folk elevó al máximo la supremacía de la letra sobre la música y encaminó a su audiencia hacia la crítica social. Al encontrarse con el rock lo politizó, volviéndolo herramienta del inconformismo.
En la Europa en reconstrucción, la crisis social que acaecía en América se mantenía larvada, aunque dando sobradas muestras de vida. En lo que concierne al Reino Unido, las novelas Absolute beguinners, de Colin McInes, La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe y Baron´s court, all chance, de Terry Taylor, introducen en los sesenta mejor que cualquier análisis sociológico. La abundancia de trabajo proporcionó dinero a los jóvenes de los suburbios que gustosamente lo gastaban en ropa, zapatos, motos y discos de blues, rhytm’n’blues, soul y rock’n’roll. El consumo se extendió a los adolescentes quinceañeros favorecido por la televisión, que desplazaba a la radio en la comunicación de masas. Los músicos negros, todavía maltratados en su país, viajaban con gusto a Inglaterra, donde eran tratados como genios y los conjuntos musicales se complacían en arroparles e imitarles. Sobre esa base creció rápidamente el rock británico, representado por grupos de cuatro o cinco miembros antes que por solitarios guitarristas con aire de inadaptado, al estilo americano. En el trasplante el rock había perdido sus raíces rurales y se había vuelto enteramente urbano. En 1963, uno de aquellos grupos, los alegres y simpáticos Beatles, se convirtió de la noche a la mañana en un fenómeno de masas nunca visto, al que los medios llamaron la “beatlemanía.” El precedente más cercano, Elvis, quedaba ampliamente superado. “Sencillos” con canciones de letra facilona como Please, please me, o como She loves you o I want to hold your hand, todos del mismo año, se vendieron en cantidades inimaginables. Al año siguiente, otro grupo, éste con una imagen desaliñada y agresiva, los Rolling Stones, añadieron leña al fuego. Su música era más cañera, sus letras más provocadoras, su actitud más contraria a las buenas costumbres. Si los Beatles representaban el Ying del rock británico, los Stones eran el Yang. Los “fans” de los primeros eran estudiantes de secundaria, teenagers adictos a la moda, a las revistas ilustradas y a los programas de la tele, dados a apelotonarse a miles al paso de sus ídolos gritando como posesos, lo que realmente asombraba al mundo. El espectáculo de masas de críos histéricos era demasiado tentador para un medio como la televisión, y un reportaje al respecto repercutió enormemente en los Estados Unidos, determinando la visita de los Beatles. En febrero de 1964, su participación en el show de Ed Sullivan fue vista por 74 millones de personas, o sea, por la mitad del país. La puerta quedaba abierta para todos los conjuntos: los Rolling Stones primero, luego los Animals, los Yardbirds, los Kinks, los Who, Hollies, Spencer Davis, Them y tantos otros, fueron desembarcando al otro lado del Atlántico y revolucionando la forma de tocar y de pensar con su reinterpretación de la música negra. De rebote, las puertas británicas y europeas se habían abierto para bluesmen geniales casi ninguneados en América por ser negros, como John Lee Hooker, Sonny Boy Williamson, Howlin’ Wolf, Muddy Waters, Willie Dixon, etc. Cualquier grupo inglés de rock consideraba un honor actuar al lado de tan inigualables maestros sin los cuales literalmente nunca hubieran existido (los Rolling Stones que ya debían su nombre a un tema de Muddy compuesto por Dixon, grabaron su segundo o tercer álbum en Chess Records en 1964, y escogieron a B.B. King, el que llamaba a todas sus guitarras “Lucille”, como acompañamiento de gala en su gira estadounidense de 1969.) Mientras tanto, la música pop británica recibía un fortísimo impulso al intentar limitar su alcance el conservadurismo que dominaba entre los ejecutivos de los medios de comunicación, lo que determinó la aparición de emisoras piratas instaladas en barcos que emitían rock las veinticuatro horas del día. El mejor ejemplo fue quizás Radio Caroline, nacida en marzo de 1964. Tres años después, en otro escenario bastante diferente, el del “Verano del Amor” de San Francisco, California, aparecería la primera “radio libre”, experimento destinado a tener larga vida.
La llamada “Invasión Británica” desencadenó una oleada de bandas de “garaje” que por primera vez tenían público y, por lo tanto, mercado. El rock volvía a sus orígenes contestatarios dando voz a los disconformes. El éxito de un tema como Satisfaction no tiene otra explicación. Dos detalles extramusicales contribuyeron a ello. Hacia Europa, el hábito del hachís, hierba medicinal que fomentaba la sociabilidad; los Beatles se fumaron su primer puerro en un hotel de Nueva York invitados por Dylan. Hacia America, los cabellos largos; eran lo que más escandalizaba a los americanos de orden, hasta el punto de que, como sostuvo Jerry Rubin en Do it!, las melenas serían a los blancos rebeldes lo que la piel a los negros. También había un lado malo en todo eso; el rock había empujado la industria cultural a cotas más altas, generando grandes beneficios, como prueba el reconocimiento que estaba obteniendo de las jerarquías, simbolizado en la concesión a los Beatles de la medalla del Imperio Británico. En Europa nunca se libraría de los imperativos comerciales, pero otra cosa eran los Estados Unidos, escenario privilegiado de la revuelta contra la sociedad de consumo.
De nuevo en ruta
La marcha de Washington de agosto de 1963 en pro de los derechos de los negros tuvo tal repercusión que en menos de un año, a pesar del asesinato del presidente Kennedy, se aprobaba una ley que sobre el papel ponía punto final a la discriminación racial. Sin embargo, la discriminación económica y social se mantenía, protegida por la policía blanca, tal como denunciaba el predicador Malcolm X, asesinado en febrero de 1965, o tal como ilustraron los disturbios de Watts en agosto del mismo año, que motivaron a Frank Zappa una canción sobre los días en que a los no negros les molestaba ser blanco, Troubles comin’ every day, publicada luego en el álbum de los Mothers Freak out! La necesidad de defenderse condujo a una radicalización de los afroamericanos, creándose en octubre de 1966 el partido de los Panteras Negras. El renacimiento del orgullo negro y las nuevas tácticas de autodefensa influyeron enormemente en los rebeldes blancos de los sesenta. Por otra parte, la lucha pro derechos se veía reforzada por la oposición a la guerra del Vietnam. Al rebelarse contra la guerra los jóvenes protestaban contra la sociedad que la había provocado, denunciando los intereses de clase que se escondían tras ella. Las exigencias de igualdad de razas, paz, libre diálogo, despenalización de las drogas o sexo sin trabas, combatía una moral hipócrita hecha para defender la desigualdad, la explotación, el autoritarismo político y la familia patriarcal, bases del sistema. Si el anarquismo y el marxismo en sus múltiples versiones no bastaban para explicar la moderna revuelta, en cambio el budismo zen, propugnado por automarginados sociales no violentos que empezaron a llamar hippies, -en el sentido de bohemios, seguidores de la tradición beat y lectores de Alan Watts- ofrecía maneras de descolgarse del sistema, interior y exteriormente, y de buscar al mismo tiempo la armonía con el universo, maneras que casaban mal con la idea de revolución predicada por dichas ideologías. Esa contradicción podía soportarse en los momentos de ascenso de la crisis, cuando su agudización se supone que debía conducir a perspectivas teórico-prácticas menos confusas y más eficaces. La expansión del maoísmo, el fanonismo y el guevarismo, producto de la identificación de los contestatarios con los falsos enemigos del sistema, a saber, la China comunista, el régimen de Castro y los movimientos de liberación nacional, se encargaría de impedir que la confusión se disipase. Hubo músicos como Country Joe que cayeron en la trampa, al llamarse así en honor al nombre de guerra usado por Stalin; o como Joan Baez, que homenajeó a La Pasionaria, la peor escoria estalinista; pero hubo otros que no, por ejemplo, el irónico Frank Zappa, quien se refirió a izquierdistas y derechistas como gente “prisionera de la misma estrechez mental superficial y afónica.” Por otro lado, para muchos la experiencia espiritual superaba la experiencia política. Por la misma razón, la liberación social se reducía a “liberar la mente” tal como lo había indicado William Blake en “Las bodas del cielo y el infierno”, poema sacado a colación en 1954 por el ensayista Aldous Huxley: “Si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo aparecería ante el hombre tal cual es, infinito.” La lectura del libro de Huxley sobre sus experiencias con el peyote, The Doors of perception, llevó a Jim Morrison a llamar a su grupo “las Puertas.” El mismo Morrison comentaría el impulso que le llevaría a explorar aquello que entendía por límites de la realidad: “Yo solía pensar que todo era una gran broma, algo para reírse de ello. Conocía algunas personas que estaban haciendo algo, intentando cambiar el mundo. Yo quería unirme al viaje.” La maría, el ácido lisérgico, la mescalina y los mantras se prestaban más a ese tipo de cambio liberador entendido como un “viaje” mental, que los métodos clásicos de agitación. Por eso el buen rollo ritual de los festivales era preferible a las marchas de protesta. La prensa contracultural hablaba de un “nuevo concepto de celebración” emergiendo desde el interior de las personas de tal modo que la revolución podía concebirse como “un renacimiento de la compasión, la conciencia, el amor y la revelación de la unidad de todos los seres humanos.” El rock tomó esta senda. El LSD, todavía legal, popularizado por Timothy Leary, los Merry Pranksters o Bromistas de Ken Kesey ( el de Alguien voló sobre el nido del cuco) y Neal Cassady (el Dean Moriarty de En el camino), producido en grandes cantidades y repartido gratuitamente en las grandes reuniones festivas hippies, fue el vehículo al que subieron músicos y oyentes, al principio no demasiado diferenciados, puesto que el ambiente comunitario era lo característico. Los Grateful Dead, la muerte que anuncia el renacimiento –por eso es agradecida- eran “el grupo” de los hippies por excelencia. En The Electric-Kool-Aid Acid Test, Tom Wolfe describió por boca de otros “¡el insólito sonido de los Grateful Dead! ¡Agonía en éxtasis! Un sonido... submarino, la mitad de las veces turbio, tremendamente fuerte pero como generado bajo una catarata, y al mismo tiempo lleno de una especie de espectral sonido vibrato, como si cada cuerda de sus guitarras eléctricas midiese treinta metros y todas ellas vibraran en una sala llena de gas natural, amén del gran órgano eléctrico Hammond, que suena como un Wurlitzer de cinematógrafo, un artilugio diatérmico, un aparato de radioaficionado, un camión de la basura con trituradora a las cuatro de la madrugada, todo en la misma frecuencia...” Con ironía, Eric Burdon dedicaría una canción a la Sandoz, la multinacional que fabricaba el ácido (hoy Novartis.) En enero de 1966 despegó la psicodelia con You’re gonna miss me de la banda de garaje 13th Floor Elevators, los primeros en calificar su música así, hecha a base de alucinógenos. Nótese que la M de marihuana era la treceava letra del alfabeto. Sin embargo, la droga no podía figurar en la letra de las canciones; así por la misma época, otra banda pionera, The Charlatans, vio como su casa de discos desechaba su versión de “Codine”, de la cantautora folk Buffy St Marie, por tratar de la adicción a la codeína. La nueva filosofía fue sintetizada por Timothy Leary en el gran encuentro hippie de enero del 67 en el Golden Gate Park de San Francisco, el Human be-in, con una frase mágica: “Conéctate, sintoniza, pasa de todo.”
El ácido fue el ingrediente que permitió fusionar el rock, el folk, el blues, el soul, el free jazz y el country, produciendo la música de la revolución americana. Expulsó la negatividad de la frustrada clase media urbana, dando a los fugitivos del bienestar que provenían de ella una visión positiva del futuro, simplista, pero que parecía funcionar en colectivos homogéneos no demasiado grandes parasitando las sobras del imperio. El radical yippie Abbie Hoffman levantó acta en el libro titulado expresamente “Róbame” de unos cientos de experiencias alternativas funcionando fuera de los circuitos del dinero. Los músicos, tanto británicos com americanos, buscaron nuevas sonoridades para expresar los estados inexplorados de la mente. Para expresarlos, las canciones de dos o tres minutos eran inservibles, así como los discos pequeños de 45 rpm; los grandes de 33 revoluciones eran más adecuados. En 1966 salieron Good vibrations de los Beach Boys como parte de un LP inconcluso; Paint it black, en la versión americana del álbum Aftermath de los Rolling Stones; y el disco de larga duración de los Beatles Revolver; estos últimos, deseosos de una imagen menos frívola habían abandonado su línea pop y renunciado a dar más “conciertos.” La tecnología contribuyó bastante a la experiencia sonora. Los estudios de grabación permitían toda clase de mezclas. Las cajas llamadas pedales porque se encendían y apagaban con el pie creaban nuevos efectos de guitarra, bien modulando el sonido como el wah wah, bien distorsionándolo como el fuzz. Un ejemplo de ambos son respectivamente el Vodoo chile y el Purple haze, de Jimi Hendrix. El melotrón, precedecesor de los samplers, permitía reproducir por teclado sonidos previamente grabados en cinta (las trompetas de Strawberry fields forever son obra suya.) Podíamos añadir a la lista diversos instrumentos como violínes eléctricos, guitarras de doce cuerdas, teclados diversos, theremin, banjo, sitar, bongos, botellas, etc., que pusieron su grano de arena en la forja del rock psicodélico. Hubo una banda, Lothar and the Hand People, compositor de un insólito Space hymn, que llegó a colocar al sintetizador Moog (“Lothar”) como cabeza de grupo. La principal característica de la psicodelia era la improvisación. Las canciones, interpretadas en directo, derivaban en largos solos de guitarra espontáneos, traduciendo un escape con ácido de la vida neurótica de la urbe que absorbía la realidad cotidiana. Escogemos al azar Eigh miles high de los Byrds, The Pusher de Steppenwolf, East-West de Paul Butterfield Blues Band, toda ella un solo, The End de los Doors y todas las canciones de Grateful Dead en directo, desde Viola Lee blues hasta Morning dew. Podíamos citar también la agobiante Sister Ray de la Velvet Underground, pero esta banda se situaba en el extremo opuesto del hippismo, perteneciendo a una movida pesimista y autodestructiva que sustituía el ácido por la heroína. Aunque Canned Heat y Janis Joplin llevaran mejor que nadie el ácido al blues, y los Jefferson Airplane resumieran el espíritu hippie en canciones pegadizas tipo Somebody to love, los carismáticos Dead, grupo de capacidades musicales increíbles, fueron el modelo de la creación psicodélica y la música por antonomasia del descuelgue generalizado del final de la década. Al escucharles en aquellos días, se comprendía que sin el rock la vida hubiera sido un error.