¿Moldea el lenguaje nuestra forma de ver el mundo?
¿Todas las culturas distinguen el azul del verde? ¿El tiempo siempre avanza de “atrás hacia adelante”? ¿Los hablantes de lenguas germánicas gastan mejor su dinero?
Éstas son el tipo de preguntas que rondan en la cabeza los estudiosos del relativismo lingüístico, que se basa en la idea de que el lenguaje que hablas afecta tu forma de pensar (según señala la “hipótesis Sapir-Whorf”). Hay personas que piensan que el relativismo lingüístico se ha extinguido o que ha sido refutado. Pero esto está muy lejos de ser cierto.
En todo caso, el foco de atención ha cambiado radicalmente. Hoy en día ya no se parte de la idea ambigua de que tenemos diferentes “puntos de vista”, sino que los investigadores buscan efectos cognitivos específicos en el lenguaje. Por ejemplo, se ha estudiado la diferencia en la percepción del color entre hablantes de inglés (que tienen once términos básicos para el color) y griegos (quienes tienen doce, pues diferencian entre dos tipos de azul). O está el famoso caso de los japoneses, que hasta hace un milenio no tenían una palabra para distinguir el verde del azul, y aún hoy cruzan la calle cuando el semáforo está en azul “ao”, no en verde “midori”. Lo mismo pasa con los himba de Namibia.
Lera Boroditsky investiga sobre la metamorfosis del espacio y tiempo y cómo cambian de un lenguaje a otro. Esta percepción se altera básicamente en la forma en que hacemos metáforas. Por ejemplo, en inglés el tiempo puede verse de dos formas distintas: como algo que se mueve o como algo en lo que nos movemos. Se puede decir “se acerca el fin de mes” o “estamos por llegar a fin de mes”. En cambio, en mandarín se piensa a veces el tiempo en términos de “adelante o atrás”, como en inglés, pero también se dice “el mes de arriba” (para el mes pasado) y “la semana de abajo” (para la siguiente semana). Nada nos obliga a pensar el tiempo como algo que avanza o retrocede, también podemos imaginar que ascendemos o caemos en él.
O está el caso de los Kuuk Thaayorre en Australia, que no tienen palabras para decir “derecha” o “izquierda”, sino que se ubican todo el tiempo en el espacio refiriéndose a los puntos cardinales.
Estudios señalan que los individuos bilingües no actúan como dos monolingües habitando un sólo cerebro, sino que desarrollan un tercer sistema cognitivo que no se puede reducir a ninguna de sus dos o más lenguas. Sin embargo, no todo está tan claro, pensemos por ejemplo en el caso citado por Jacques Lacan en su Seminario de la psicosis, sobre un paciente bilingüe que desarrolló esquizofrenia sólo en una de sus lenguas, la lengua materna.
Saber cómo es que una persona piensa diferente acerca de algo es complicado, pero existe un consenso general entre los investigadores sobre la existencia de ciertas tareas cognitivas no lingüísticas, lo cual quiere decir que las partes lingüísticas de la mente y el cerebro no están necesariamente unidas, aunque a veces parezcan indistinguibles. El juicio de similitud es generalmente tratado como una tarea no lingüística: si te son presentados tres objetos diferentes, tú puedes, teóricamente, escoger los dos que más se parecen sin utilizar el lenguaje de forma alguna. La memoria es otro caso: las cosas que recuerdas no están siempre atadas al lenguaje. Por supuesto todo esto está abierto a debate.
Pero, ¿para qué sirve saber que el lenguaje afecta la forma en que pensamos? Investigadores como Keith Chen piensan que ciertas diferencias en el lenguaje pueden afectarnos en aspectos de nuestra vida tan concretos como la forma en que gastamos nuestro dinero. Keith asegura que los hablantes de lenguas que no hacen diferencias gramaticales entre presente y futuro (por ejemplo, algunas lenguas como el finlandés -o finés-, no dicen “mañana hará frío” sino “mañana es frío”) actúan como si el futuro fuera tan importante como el presente y no como si fuera algo separado y distante. De hecho, los hablantes de lenguas que no usan el futuro tienden a ahorrar más, dejar de fumar más fácilmente, practicar control natal y, en general, reducir riesgos.
Por supuesto, el lenguaje no es el único factor en juego, pero no podemos evitar preguntarnos: ¿podrían ciertas lenguas hacernos más o menos capitalistas, espirituales, competitivos, promiscuos, en comunión con la naturaleza? ¿Y qué pasa con las lenguas de los pueblos originarios que se están extinguiendo?
Me hizo recordar Blackmores en el otro hilo largo aquel, y Aye y su catalán. El articulo estaba en Pijamasurf, web bastante curiosa y molona. Espero respuestas, después comentare mi punto, maricotas
¿Todas las culturas distinguen el azul del verde? ¿El tiempo siempre avanza de “atrás hacia adelante”? ¿Los hablantes de lenguas germánicas gastan mejor su dinero?
Éstas son el tipo de preguntas que rondan en la cabeza los estudiosos del relativismo lingüístico, que se basa en la idea de que el lenguaje que hablas afecta tu forma de pensar (según señala la “hipótesis Sapir-Whorf”). Hay personas que piensan que el relativismo lingüístico se ha extinguido o que ha sido refutado. Pero esto está muy lejos de ser cierto.
En todo caso, el foco de atención ha cambiado radicalmente. Hoy en día ya no se parte de la idea ambigua de que tenemos diferentes “puntos de vista”, sino que los investigadores buscan efectos cognitivos específicos en el lenguaje. Por ejemplo, se ha estudiado la diferencia en la percepción del color entre hablantes de inglés (que tienen once términos básicos para el color) y griegos (quienes tienen doce, pues diferencian entre dos tipos de azul). O está el famoso caso de los japoneses, que hasta hace un milenio no tenían una palabra para distinguir el verde del azul, y aún hoy cruzan la calle cuando el semáforo está en azul “ao”, no en verde “midori”. Lo mismo pasa con los himba de Namibia.
Lera Boroditsky investiga sobre la metamorfosis del espacio y tiempo y cómo cambian de un lenguaje a otro. Esta percepción se altera básicamente en la forma en que hacemos metáforas. Por ejemplo, en inglés el tiempo puede verse de dos formas distintas: como algo que se mueve o como algo en lo que nos movemos. Se puede decir “se acerca el fin de mes” o “estamos por llegar a fin de mes”. En cambio, en mandarín se piensa a veces el tiempo en términos de “adelante o atrás”, como en inglés, pero también se dice “el mes de arriba” (para el mes pasado) y “la semana de abajo” (para la siguiente semana). Nada nos obliga a pensar el tiempo como algo que avanza o retrocede, también podemos imaginar que ascendemos o caemos en él.
O está el caso de los Kuuk Thaayorre en Australia, que no tienen palabras para decir “derecha” o “izquierda”, sino que se ubican todo el tiempo en el espacio refiriéndose a los puntos cardinales.
Estudios señalan que los individuos bilingües no actúan como dos monolingües habitando un sólo cerebro, sino que desarrollan un tercer sistema cognitivo que no se puede reducir a ninguna de sus dos o más lenguas. Sin embargo, no todo está tan claro, pensemos por ejemplo en el caso citado por Jacques Lacan en su Seminario de la psicosis, sobre un paciente bilingüe que desarrolló esquizofrenia sólo en una de sus lenguas, la lengua materna.
Saber cómo es que una persona piensa diferente acerca de algo es complicado, pero existe un consenso general entre los investigadores sobre la existencia de ciertas tareas cognitivas no lingüísticas, lo cual quiere decir que las partes lingüísticas de la mente y el cerebro no están necesariamente unidas, aunque a veces parezcan indistinguibles. El juicio de similitud es generalmente tratado como una tarea no lingüística: si te son presentados tres objetos diferentes, tú puedes, teóricamente, escoger los dos que más se parecen sin utilizar el lenguaje de forma alguna. La memoria es otro caso: las cosas que recuerdas no están siempre atadas al lenguaje. Por supuesto todo esto está abierto a debate.
Pero, ¿para qué sirve saber que el lenguaje afecta la forma en que pensamos? Investigadores como Keith Chen piensan que ciertas diferencias en el lenguaje pueden afectarnos en aspectos de nuestra vida tan concretos como la forma en que gastamos nuestro dinero. Keith asegura que los hablantes de lenguas que no hacen diferencias gramaticales entre presente y futuro (por ejemplo, algunas lenguas como el finlandés -o finés-, no dicen “mañana hará frío” sino “mañana es frío”) actúan como si el futuro fuera tan importante como el presente y no como si fuera algo separado y distante. De hecho, los hablantes de lenguas que no usan el futuro tienden a ahorrar más, dejar de fumar más fácilmente, practicar control natal y, en general, reducir riesgos.
Por supuesto, el lenguaje no es el único factor en juego, pero no podemos evitar preguntarnos: ¿podrían ciertas lenguas hacernos más o menos capitalistas, espirituales, competitivos, promiscuos, en comunión con la naturaleza? ¿Y qué pasa con las lenguas de los pueblos originarios que se están extinguiendo?
Me hizo recordar Blackmores en el otro hilo largo aquel, y Aye y su catalán. El articulo estaba en Pijamasurf, web bastante curiosa y molona. Espero respuestas, después comentare mi punto, maricotas