Eric Holder, el fiscal general de Estados Unidos, cargo que allí equivale asimismo al de ministro de Justicia, despejó las dudas el pasado lunes. En un muy publicitado discurso en la Universidad Northwestern (Chicago), Holder justificó retrospectivamente el asesinato de al-Awlaki: las autoridades de Estados Unidos se reservan el derecho a eliminar físicamente a cualquiera, por muy compatriota que sea, que suponga un riesgo grave para la seguridad nacional y no pueda ser detenido y presentado ante un juez. Queda así fijada la doctrina Obama en esta materia, que hereda sin matices la de Bush: el “terrorismo” declaró la guerra a Estados Unidos el 11-S y Estados Unidos responde con la guerra.
Como el viejo agente 007, el personaje de ficción de Ian Fleming, la CIA tiene, pues, licencia para matar. Aunque allí donde el británico Bond solía preferir su pistola Walter PPK, el espionaje norteamericano es un enamorado de los drones, esos aviones no tripulados, dirigidos por control remoto desde una base, que comenzaron sirviendo para el reconocimiento, la vigilancia y el espionaje, pero que, armados con misiles Hellfire, han terminado siendo pájaros metálicos mortíferos. En Afganistán, Pakistán, Irak, Yemen y Somalia conocen bien a los Predator y sus sucesores, los Reaper: aparecen de repente y comienzan a soltar pepinazos, llevándose por delante a los sospechosos… y a unas cuantas “bajas colaterales”. En septiembre, dos Predator con misiles Hellfire machacaron a al-Awlaki en el norte de Yemen.
El Mosad dispone de una unidad especial, el Kidon, para asesinar en cualquier lugar a enemigos de IsraelEl Mosad siempre ha sonreído por lo bajo ante los escrúpulos de una parte de la opinión pública estadounidense que debían superar sus colegas de la CIA en materia de “asesinatos selectivos”. Ahora mismo, el espionaje exterior israelí libra una “guerra secreta” contra científicos y militares relacionados con el programa nuclear de Irán. Varios de ellos han sido abatidos en el mismísimo Teherán, con frecuencia por el procedimiento de una bomba adosada a su vehículo por unos esquivos motoristas. Es probable que, dadas las dificultades de los israelíes para moverse en Irán, esos motoristas sean opositores iraníes, gente de las minorías kurda o suní. Y también es probable que fueran reclutados bajo una “falsa bandera” (false flag). Los del Mossad, según informó la revista Foreing Policy, se habrían hecho pasar por agentes de la CIA para embarcarlos en su campaña de asesinatos.
Es un secreto a voces que el Mosad dispone de una unidad especial dedicada a liquidar físicamente en el extranjero a individuos considerados un “peligro existencial” para el Estado judío, palestinos con frecuencia y, últimamente, iraníes. Se llama Kidon (bayoneta, en hebreo), inicialmente fue conocida como Cesárea y aplica la sentencia del profeta Ezequiel: “Y los enemigos sabrán que soy el Señor cuando haga caer mi venganza sobre ellos”. Esta unidad consiguió fama mundial tras los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, cuando se dedicó a ir localizando y abatiendo a los miembros del grupo terrorista palestino Septiembre Negro que habían causado la matanza de una docena de atletas israelíes, asunto sobre el que Spielberg terminó haciendo una película.
En los últimos lustros, sus éxitos (asesinato en 1996 de Yahia Ayach, El Ingeniero de Hamás, con un teléfono móvil bomba) y sus fracasos (intento de envenenamiento en Ammán de Jaled Meshal en 1997) han sido tan novelescos como las hazañas del sicario israelí Gabriel Allon en los thrillers de Daniel Silva. Lo de Meshal fue sonado: un comando del Mossad, que usaba pasaportes canadienses, roció con veneno el oído del dirigente de Hamás en pleno centro de la capital jordana. Mientras éste quedaba paralizado instantáneamente, su guardaespaldas se lanzó en pos de los sicarios, dos de los cuales fueron capturados. A cambio de su liberación, un indignado rey Hussein exigió a Israel la entrega del antídoto para el veneno, lo que salvó la vida de Meshal, y la liberación del fundador de Hamás, el jeque Yasín.
En 2008 el Mosad recuperó su prestigio al abatir al libanés Imad Muhniyeh cuando salía de la embajada iraní en Damasco. La CIA no había logrado echarle el guante a este activista de Hezbolá al que siempre se le atribuyeron los atentados que en la primera mitad de los años ochenta destruyeron en Beirut la embajada norteamericana y el cuartel general de los marines. Pero el Mosad logró colocar un explosivo en el reposacabezas de su automóvil. Dos años después, el descubrimiento de que los agentes israelíes que asesinaron en Dubai a Mahmud al Mabhuh, activista de Hamás, habían usado documentos de identidad de países europeos como Reino Unido, Francia y Alemania (otra false flag) le supuso una china en sus zapatos. Pero fue leve: los afectados se limitaron a murmurar sus protestas.
Ya en las novelas de Fleming, la licencia para matar de 007 no era oficial sino oficiosa, explicitada en documentos altamente confidenciales. Los países europeos no aplican la pena de muerte ni tan siquiera con todas las garantías del procedimiento procesal, menos aún sin ellas. Teóricamente, porque algunos han protagonizado en las últimas décadas escándalos sonoros relacionados con el uso de fuerza letal sin propósitos defensivos. En Francia fue el affaire Rainbow Warrior de los años ochenta, en tiempos de François Mitterrand, cuando la explosión de unas minas colocadas en el buque ecologista por agentes de la Direction Générale de la Sécurité Extérieure (DGSE) provocó la muerte del fotógrafo Fernando Pereira; el objetivo de la DGSE era entorpecer las protestas de Greenpeace contra los ensayos nucleares franceses en el atolón de Mururoa. En Reino Unido, fue la muerte en Gibraltar de tres militantes del IRA por disparos de comandos británicos en 1988, gobernando Margaret Thatcher; siete años después, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo condenaría a Londres por ese caso. En España fue el caso GAL de los noventa, gobernando Felipe González. En esos y otros casos, lo que destapó el pastel fue una actuación chapucera.
A la Rusia de Vladimir Putin se le atribuyen dos asuntos sonoros: lo que pareció un intento relativamente fallido de envenenamiento con dioxina del presidente pro-occidental de Ucrania, Víctor Yúschenko, en 2004, y el asesinato de la periodista disidente Anna Politkovskaya, tiroteada en 2006 en el ascensor de su vivienda moscovita. No es de extrañar si se recuerda que el propio Putin fue un oficial del KGB en los últimos tiempos de la Unión Soviética. Estaba destinado en Dresde y se dedicaba al reclutamiento de informadores y agentes especializados en el robo de secretos tecnológicos occidentales.
El Estados Unidos de Obama ya dispone de una flota de unos 7.500 drones, y su Fuerza Aérea entrena a más operadores de estos aviones teledirigidos que a pilotos de cazas y bombarderos. Se dice que Obama es un entusiasta de estos artefactos, que no ponen en peligro vidas norteamericanas (síndrome de Vietnam) y permiten cierta distancia entre el verdugo y la víctima. Pero como ha dejado en evidencia el discurso de Eric Holder de esta semana, la ejecución extrajudicial es legal en Estados Unidos porque el presidente y sus abogados dicen que lo es. Así de simple.
Viva el pais de las libertades y su putisima madre.