http://www.diariosdefutbol.com/2011/04/15/los-idiotas/
Cuando era pequeño, a veces mis amigos y yo jugábamos a la guerra. Nos disfrazábamos de soldados, nos pintábamos la cara, nos dividíamos en dos grupos y formábamos unos frente a otros blandiendo nuestras armas ante nuestros enemigos con gesto de concentración y amenaza. Algunos tenían pistolas de metal o plástico: recuerdo que Azibar tenía una igual que las de la serie “V”, que era fantástica y que los fines de semana, con la paga, compraba pistones que hacían un ruido atronador, como una pistola de verdad. Otros, la mayoría, habían recortado una caja de galletas María con el perfil de una metralleta y dibujado con rotulador sobre el mismo tantos botones y recovecos como se supone que debe tener una metralleta o usaban palos que la imaginación daba forma de escopetas. Las balas de estos eran onomatopeyas. Yo tenía un revólver de vaquero, de plástico, plateado, pero descascarillado ya de tanto golpe. Antaño podías pulsar el gatillo y hacía un ruido seco, clack, pero un día la goma que articulaba el resorte se rompió y nunca supe arreglarlo.
Tras estar un rato unos frente a otros e identificar así a nuestros enemigos, los bandos nos dispersábamos por la campa, unos a un lado, otros a otro. El equipo tenía un general que daba las instrucciones al resto, las cuales seguíamos con disciplina militar. Cada tarde teníamos una batalla, pero afrontábamos cada una como si fuera la última. Nos lanzábamos al suelo, escondidos tras arbustos –las ramas también servían para hacer trajes de camuflaje-, aguardando al equipo contrario, corríamos cuando creíamos estar a salvo, organizábamos escaramuzas, trampas sorpresa. Si te disparaban, debías tirarte al suelo y fingir tu propia muerte. No tenías por qué estar ahí todo el tiempo, podías ir a un lado de la campa donde se reunían los muertos a ver la batalla. A esa esquina la llamábamos “el cementerio”. Ganaba el bando que, o bien exterminaba a todos los enemigos, o bien lograba arrebatar al otro un pañuelo que hacía las veces de respetada bandera, por la que todos estábamos dispuestos a ir a “el cementerio”. Precisamente, de eso trataba el juego.
Dirán los pedagogos que el juego era poco educativo. Pero, joder, nos lo pasábamos bomba. Rodábamos por el suelo abatidos por las balas del enemigo, hacíamos prisioneros que amenazábamos con matar al primer movimiento –y que atábamos y usábamos de escudos humanos-, a veces incluso nos llevábamos algún golpe real –con consecuente chichón real-, pero siempre entre risas, gritos de júbilo y alegría. Nada malo había en nuestros juegos. Siempre teníamos claro de que era una guerra simulada y que lo importante no era la guerra, sino jugar.
Bueno, a veces sí ocurrían cosas que no deseábamos. Sucedían cuando se presentaba a jugar con nosotros, permítaseme la expresión, el típico idiota. Al principio parecía uno más, pero pronto se revelaba su profunda incapacidad para simular el juego. Parecía disfrutar con el enfrentamiento y, sin venir a cuento, golpeaba a un chico del otro bando o, a un rival que huía le hacía con mala baba una zancadilla traicionera, o a uno de los prisioneros –a los que respetábamos tal y como establece el tratado de Ginebra- le humillaba una vez atado. Cuando uno de estos especimenes se colaba en nuestros juegos, el resultado siempre era el mismo: se perdía la gracia, se tensaba el ambiente y alguno de nosotros volvía a casa llorando. Sólo él, con el gesto desencajado, parecía disfrutar con lo que había acontecido. Mala gente.
Recuerdo que cuando esto pasaba, nuestros mayores nos decían que a la guerra no se juega y que nosotros contestábamos que siempre jugábamos a la guerra y que nos divertíamos mucho, y que la culpa era exclusivamente del idiota de turno al que, obvia decirlo, intentábamos a partir de ese día evitar a toda costa.
El caso es que ahora que llega esta guerra simulada, y sin duda divertidísima, que serán los cuatro próximos Barça-Madrid, los idiotas empiezan a revelarse y me temo que todo terminará como en nuestros juegos de niños, con alguien en casa llorando y escuchando el paternalista discurso típico de que del fútbol no puede salir nada bueno.Y no nos engañemos, no es el fútbol, ni los Barça-Madrid los que engendran odio, fomentan la estupidez colectiva y atentan contra la inteligencia. No. Son sólo los idiotas de siempre, que se nos han colado en nuestros juegos. Sucede, sin embargo, que un idiota atrae a otro idiota, y esto ahora mismo parece toda una convención.
Así que me atrevo a dar un consejo: disfrutemos del juego evitando a estos que solo quieren joder el asunto, y si vemos que la cosa se tensiona mucho, echémonos a un lado, dejemos que entre ellos se amarguen la vida y, sin que se enteren los idiotas, quedemos nosotros, otro día, en otra campa –hay muchas a parte de esta en la que se jugará ahora cuatro veces-, con nuestras caras pintadas, formando unos frente a otros en dos bandos enfrentados. Nos divertiremos. Y aunque desde fuera crean que nos miramos con odio, a poco que se fijen, se darán cuenta de que bajo esos gestos de rivalidad simulada, está la sonrisa del que sabe que está jugando.
Yo, por el momento, me despido del Subforo del Madrid y del Barça hasta que se hayan calmado los animos, allá para el mes de Mayo...